Ya está en curso el vaticinado asalto obradorista a la democracia. No es un ataque único y aislado sino una serie de ataques, una embestida sostenida. Si el famoso “Plan-B” fracasa, vendrán otras ofensivas: desde intentar capturar al INE mediante nuevos consejeros leales y atiborrarlo de tareas publicitarias mientras lo dejan sin presupuesto, hasta reventar la elección el mero día de los comicios o desconocer los resultados si son adversos. No sabemos cómo se manifestará finalmente la gran vocación antidemocrática del régimen, sólo sabemos que lo hará… ya lo está haciendo.
En el supuesto de que tuviera éxito, o que estuviera cerca de tenerlo, una de las preguntas más apremiantes es cómo jugarían los militares. Supongamos, por ejemplo, que la coalición opositora gana la elección presidencial por un magro margen y el Licenciado hace lo que siempre ha hecho: alega fraude diciendo que los conservadores neoliberales de antes le robaron la elección y que en realidad ganó su corcholata. Lo mismo de siempre nada más que ahora en el poder, con toda la ventaja para transferir sin impedimentos la estafeta a su delfín. ¿Qué harían los militares? Desde luego, es imposible saberlo y sólo podemos especular echando mano de la historia y la razón, así como de una lectura del poder y sus incentivos.
La primera pregunta es por supuesto si harían algo. Es diferente ser espectador que partícipe. Ser espectador podría significar dejar a los civiles resolver sus asuntos, manteniéndose leales al poder en turno. Claro que hacer eso mientras el régimen está destruyendo la democracia sería una forma de complicidad que de hecho los volvería traidores de la Constitución y la voluntad popular, pero tal vez encuentren un alegato para legitimar su subordinación a la nueva hegemonía.
El otro camino es ser partícipe. Los militares pueden acompañar al régimen en su asalto antidemocrático, o pueden oponerse a él. Siempre prefiero la postura pesimista a la hora de medirle las aguas al poder, pero en este caso pienso que los incentivos están alineados al revés. A los militares parece convenirles más un poder rotativo en el Ejecutivo, porque eso les ha permitido mantener sus prebendas con relativa pero suficiente discreción, usufructuando la fachada democrática. Acompañar al presidente los convertiría en el brazo armado de un poder despótico, una implicación demasiado aparatosa. Si han trabajado tan bien con todos los partidos en todos los sexenios, si la democracia de hecho ha sido funcional a la militarización prestándole cierta legitimidad legislativa, ¿para qué subvertir el orden convirtiéndose en un poder golpista?
Oponerse también exigiría su debido tacto, precisamente para que no los acusen de lo mismo: de golpistas del otro lado. Sin embargo, a juzgar por el enorme poder que tienen y que han acumulado a la sombra de la democracia, no parece necesario ningún despliegue ostentoso de la fuerza. Acaso basta con una llamada telefónica para recordar quién tiene los rifles.