El régimen del primer ministro Narendra Modi tiene la tentación de cambiarle el nombre a la India por el de Bharat y aunque en su Constitución el país reconoce a ambos el primero es el más utilizado desde hace siglos. Bharat es un término sánscrito incluido en textos escritos hace unos dos mil años y se refiere a un territorio más bien ambiguo, Bharatavarsa, el cual se extendía más allá de las fronteras actuales de la India y pudo haber abarcado incluso a la actual Indonesia. Modi ya ha rebautizado a ciudades y lugares públicos para eliminar apelativos referentes a los períodos mogol y colonial. Pretende borrar así la rica herencia histórica y cultural de los mogoles, quienes eran musulmanes y gobernaron el subcontinente durante casi tres siglos. Estas controversias tienen sus raíces en la intolerancia mostrada por el actual régimen ultranacionalista con las minorías y en su continuo desprecio por la Constitución y las leyes promulgadas por los fundadores de la patria, quienes procuraron establecer un régimen laico y multicultural.
No son frecuentes los cambios de nombre de países, pero sí ha habido varios casos. La razón más recurrente apela al deseo de borrar la herencia del colonialismo. Las metrópolis a menudo optaron por denominaciones por completo ajenas a la historia de las regiones conquistadas. Por ejemplo, Ghana abolió el nombre de “Costa de Oro” impuesto por los británicos, Sri Lanka hizo los mismo con “Ceilán” y Zimbabue y Zambia con “Rhodesia” y “Rhodesia del Norte”, respectivamente, el cual pretendía hacer honor al infame imperialista Cecil Rhodes. Mucho más reciente fue el cambio de Suazilandia a Eswatini, ordenado por el rey Mswati III porque el pasado colonial se hacía presente en el sufijo inglés “land”. Otras excolonias ya se había desecho del “land” al independizarse, como Togoland (Togo) y Bechuanaland (Botswana). Y así ha habido otros casos, aunque no todos los países están ansiosos de borrar su pasado colonial e incluso hay quienes lo reafirman, como lo hace Costa de Marfil, el cual por capricho de un dictador afrancesado no solo mantiene el nombre sino incluso exige ser conocido en los foros internacionales estrictamente escrito y pronunciado en francés: Côte d’Ivoire.
Precisamente algunos de estos cambios de nombre obedecen, como podría sucederle a la India, a los caprichos de algún líder megalómano, abundantes desde siempre en el mundo y siempre obsesionaos con eso de “hacer historia”. Rodrigo Duterte, ex presidente de Filipinas, manifestó su interés en desechar el nombre del país porque hace honor a la memoria del rey español Felipe II. El año pasado Turkey se convirtió en Türkiye en idioma inglés porque Erdogán odia ver como los anglo parlantes confunden a su nación con un pavo. Pero aún hay casos más excéntricos de cambios de nombre producto de la decisión personalísima de dictadores. Bajo la consigna de “El país se llamará como se me dé la gana”. Birmania pasó a llamarse Myanmar en 1989 como deseo del entonces hombre fuerte del país, Ne Win. El pretexto fue distanciarse de su pasado colonial, pero Birmania no es un término impuesto por europeos, sino es de uso de los bamar, el grupo étnico más numeroso. Ne Win pretendía destacar el carácter más inclusivo de “Myanmar”, sin embargo, en la lengua bamar al país también se le llama Mranma, pronunciado de manera informal como Bamma. Es decir, Birmania y Myanmar son en realidad la misma palabra pero en registros lingüísticos diferentes.
En 1984, Thomas Sankara, líder de la excolonia francesa de Alto Volta, cambió el nombre de su nación a Burkina Fasso: “tierra de la gente incorruptible”. No fue del todo infame el régimen de Sankara, conocido por muchos como “el Che Guevara africano” Luchó contra la corrupción, llevó una vida personal austera, defendió la educación universal, elevó la tasa de alfabetización del 13 al 73 por ciento, promovió la liberación femenina y se convirtió en un símbolo de emancipación todavía hoy muy presente en África. Pero no dejó de ser un dictador intolerante con todo tipo de disidencia y era un aliado cercano al infame Muamar Gadafi. Más pintoresco fue el caso del sátrapa Mobuto Sese Seko, quien adoptó para el Congo el apelativo “Zaire”. Tuvo este sátrapa la obsesión de africanizar todos los nombres de personas y lugares para librarse del legado colonial. A esta práctica Mobuto la llamaba Authenticité (así, en francés). Sin embargo, el nombre Zaire era una alternancia portuguesa de Nzadi o Nzere, término local para “el río devorador de ríos”.
Para ser francos, esto de cambiar el nombre de los países no solo es un fenómeno anticolonialista o producto de las fantasías megalomaníacas de dictaduras. También en algunas democracias hay este tipo de polémicas. En Nueva Zelanda parlamentarios maoríes presentaron una propuesta para adoptar el nombre de Aotearoa (nube blanca larga en maorí). Muy miserable y mezquino se vio el gobierno de Grecia hace algunos años cuando impidió a una república exyugoslava conservar el nombre de “Macedonia”, Atenas temía una “usurpación histórica” por parte de una pobre nación gris e irrelevante a la cual acusó de pretender adueñarse de la figura de Alejandro Magno. El litigio llevó años, y aunque el original reino de Macedonia, cuna del gran Alejandro y de su vasto imperio, corresponde a la región norte de Grecia, la “nueva” Macedonia desde siempre ha tenido el mismo nombre, pirateado y como se quiera, pero ya desde hace muchos años. Ciertamente los actuales macedonios son eslavos y no griegos, y también es verdadera su “aviesa” intención de identificarse con el legado inmortal de uno de los personajes más destacados de la historia para a ver si así le sacan algunas divisas a turistas despistados, pero no era para tanto, por eso muchos recocharon la soberbia del gobierno griego el cual, por cierto, está muy, pero muy lejos de las glorias de Alejandro, Temístocles y Pericles. Finalmente se llegó a la salomónica solución de bautizar al país como Macedonia del Norte, con el reconocimiento griego y de la comunidad internacional.