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María Vilchis era una mujer ordinaria a pesar de su voz chillona, su habla vulgar y su obsesión por la apariencia ya que, como modelo de pasarela, siempre había cuidado su figura y su vestuario.

Pero todo cambió cuando, pasando los treinta años de edad, se convirtió en sirviente del gobierno federal y salió de Puebla, su tierra natal con sus maletas llenas de ilusiones y su espejo en la mano. De repente, encontró una plataforma aunque sólo fuera para repetir como loro lo que otros le escribieran. Alta y de finas facciones parecía una muñeca en las conferencias de prensa, aunque su voz seguía siendo tan aguda como siempre. Por supuesto siempre vestía de manera impecable y ondeaba de distintas formas su cabello color negro azabache.

No era brillante pero sabía que era una marioneta que se movía según se lo ordenaran. No tenía ideas propias y aunque parecía segura de sí misma, en realidad estaba vacía. No obstante, el único problema que ella aceptaba es que no leía bien. Nunca había leído en su vida hasta entonces. Pronunciaba palabras extrañas, confundía nombres y decía enunciados sin sentido. Por ejemplo en vez de decir “estamos trabajando para mejorar la economía”, decía “estamos trabayando para empeorar la ecología”. Su día estelar era el miércoles. Parte de la audiencia se burlaba, algunos sentían ternura por su torpeza o enojo por su irresponsabilidad. Pero también hubo quienes aplaudieron su denuedo e ignorancia porque, a final de cuentas, mujer de izquierda, “estaba del lado correcto de la historia”. A mí ella siempre me dio tristeza, por eso cada que le escribí dije que tiene todas mis consideraciones.

A pesar de no saber ni de lo que hablaba, Maria no tenía escrúpulos para difamar a los opositores del gobierno, ni para mentir descaradamente en el nombre de la verdad. Leía sin remordimiento ataques del gobierno contra mujeres, minorías y cualquier grupo que se opusiera a la ideología oficial. Pero lo que la hacía sentirse poderosa era la atención que recibía como emisora de complots que supuestamente se urdían contra su jefe. La gente la escuchaba y eso era lo relevante, aunque alguna vez el propio presidente dijera que ella no sabía leer.

Cuentan que hace poco bajo del ascensor con la cabeza gacha. Estaba triste porque sabía que su tiempo como sirviente del gobierno estaba llegando a su fin y volvería a ser nadie o a lo sumo una voz tipluda detrás del auricular del teléfono.

María recordó cuando era invisible. No quería volver a ese lugar. Quería seguir siendo alguien. Aquella noche, no pudo dormir. Pensó en su futuro y en cómo podría mantener su estatus, ganaba un millon de pesos brutos al año. Al día siguiente se presentó en la oficina del gobierno con determinación. No iba a dejar que su momento terminara sin luchar. Comenzó a hacer llamadas, a buscar contactos que la ayudaran a mantener su posición. Pero a medida que pasaban los días, se dio cuenta de que no nadie la tomaba en serio.

¿Qué iba a hacer cuando la gestión del gobierno terminara? ¿Quién la escucharía? Se despertaba cada mañana con la esperanza de que todo siguiera igual. Se levantaba de la cama, se vestía con su ropa de sirviente del gobierno y se sentaba en su escritorio a leer los guiones que antes había leído. Pero ahora, lo hacía frente a su hijo pequeño, que la miraba con ojos asustados.

Después notó que algo no iba bien. Los guiones estaban en blanco, el teléfono no sonaba y las puertas del gobierno estaban cerradas. No lo entendía. Su memoria estaba nublada. Solo recordaba fragmentos de su pasado como sirviente del gobierno. Nada más.

Derrotada, Vilchis regresó a su trabajo anterior, haciendo sondeos telefónicos para un periódico de pocos lectores. Pero ahora lo hacía con la voz de la experiencia y un marcado acento internacional: “Soy Maria Vilchis, la estrella de las ruedas de prensa del mejor presidente de México, ¿y usted quién es..?”

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