Es 5 de febrero de 1903, otro aniversario de la Constitución liberal de 1857, pero en las oficinas del periódico crítico El Hijo del Ahuizote no hay fiesta, hay protesta, y se protesta diciendo la verdad: “La Constitución ha muerto”. La fotografía muestra un velorio postergado.
No se exagera, no lo hacemos nosotros ni lo hicieron ellos, los fotografiados: los hermanos Flores Magón y su equipo periodístico (los Sarabia, Alfonso Cravioto, etcétera) están ahí protestando con valor y con verdad contra el régimen de Porfirio Díaz, en el que –por la naturaleza política del mismo régimen- la Constitución es un papel más, un adorno sin mayor relevancia, un objeto sin vida propia, una fuente pública prácticamente seca, simple recuerdo de historia anticuaria, un cadáver con cumpleaños. La violan, por omisión o comisión, pero la celebran.
Precisemos qué era la estructura que mató a la Constitución. El régimen político porfirista era de Constitución formalmente vigente pero realmente sin la división de poderes constitucional, con dictador militar y elecciones controladas por el porfirismo desde lo local, un régimen de libertades ciudadanas conculcadas y presto para la represión. Díaz envió a la cárcel a los Flores Magón y colaboradores por haber defendido a la muerta Constitución para ir contra la muy viva dictadura.
En 1903 faltaban más de 7 años para que explotara la Revolución antiporfirista y exactamente 14 para que esa Revolución promulgara su Constitución. Pero bajo el régimen posrevolucionario, no sólo durante él sino por él (a su vez producto de los problemas del mecanismo revolucionario), la Constitución de 1917 acabaría como la de 1857: muerta. Y así fue, por tanto, la Constitución a lo largo de la hegemonía priista: un cuerpo que se activaba y desactivaba NO por su propia fuerza normativa en medio de la política plural sino por la fuerza caprichosa e interesada de quienes tenían el cuasimonopolio político: por el partido hegemónico como tal –una interferencia de poder desnudo y suficiente-, la Constitución no tenía la fuerza mencionada ni la política se traducía en pluralidad dentro del Estado.
La siempre llamada “Carta Magna” era otra vez actriz artificial, de ocasión y ceremonias partidistas, resucitada discursivamente para ellas, en realidad un documento que se reformaba cuando el partido hegemónico quería, porque eso podía, cuando le convenía, y que se ignoraba cuando lo mismo –y al partido le convenía ignorar a la Constitución en buena parte de los grandes asuntos: por ejemplo, prescribía división de poderes pero de hecho no había; la existencia de una hegemonía partidista implicaba y sostenía la indivisión real del poder estatal.
Hoy como pocas veces hay que entender al priato. Lo que suele circular sobre él en medios y “redes” es una pintura muy mal hecha. El régimen del PRI fue la última gran consecuencia de la Revolución, y como todas las Revoluciones terminan “regresando” –imperfectamente- al punto de partida política, ese régimen fue uno similar o equivalente en varios aspectos al porfirista que al mismo tiempo “corregía”: Constitución formalmente vigente pero realmente sin la división de poderes constitucional, con hiperpresidente civil en lugar del dictador militar (pero, además del presidente autoritario y demasiado poderoso para el país, con cuatro militares como presidentes del partido hegemónico y militares por todos los lados políticos con el truco de quitarse el uniforme), elecciones controladas por el priismo desde lo central y ya no de lo local (vital la reforma del 46), un régimen de libertades muy limitadas y preparado para la represión, que no pocas veces ejerció hasta el asesinato estricto. El régimen priista no fue un caso de democracia y Estado de Derecho –ni Estado de Bienestar.
Hacia allá vamos, voluntaria o involuntariamente: a la muerte de la Constitución, y de la democracia. Por eso hablo de transición autoritaria y de restauración priista, genéricamente autoritaria y genéricamente priista, así imperfecta pero restauración (como no idéntica pero sí real fue la restauración de la monarquía tras la Revolución francesa). Los “nuevos” autoritarios van, a paso redoblado, y a los demás nos llevan… Falta poco y sólo para totalizar y formalizar la muerte. Lo que falta es lo mismo que el acta de defunción.
La Constitución que seguía vigente a mediados de 2024 es una Constitución que, desde la perspectiva democrática, está muriendo y morirá. Morirá como murió la de 1857 en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, como la Constitución revolucionaria y antireelección presidencial de 1917 cuando Álvaro Obregón la reformó diez años después para permitirse a sí mismo la reelección presidencial, y también como la Constitución “de 1917” posrevolucionaria que se reformó desde 1933 para contribuir a la hegemonía del partido oficial. El PRI y sus antecedentes no cambiaron toda la Constitución en sus versiones posteriores al 17; cambiaron lo que, pudiendo hacerlo, era conveniente y necesario cambiar para aumentar o asegurar su poder; lo demás lo dejaron, lo fetichizaron retóricamente y lo ignoraron a gusto en la práctica, porque no necesitaban aplicarlo “de ordinario” u obligatoriamente. Algo similar hará una Morena hegemónica en sus primeros años.