La sirena de México

Los recuerdos, casi siempre, son una emboscada del pasado. A veces asaltan nítidos e intimidantes y otras llegan opacos, tanto, que andamos a tientas para develarlos aunque al final éstos son quienes nos revelan. Por eso, y para eludir sobresaltos, hay que programar su visita. Enviarles esa tarjeta que llamamos “Memoria” y cuando responden, generalmente en trocitos, ensamblarlos. Esto tiene la ventaja adicional de que, junto a los recuerdos enfilados, pueden crearse o recrearse otros. Digamos unos provenientes de los años 50 mexicanos, bordados de lentejuelas negras que, envolviendo a una hembra ondulante y vestal, nos hacen esta invitación:

Imagínate la noche, el silencio, la montaña
Y un arroyito que brota, que camina, que te canta
Imagínate que crezca y se vuelva un río de flamas
Y humedezca tus sembrados
Y fecunde tus entrañas

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Importa escribir que el poema lo compuso Agustín Lara, inspirado en los refugios sórdidos de la capital. También importa decir que la prenda de lentejuelas cubre a María Victoria, porque estamos evocando a un símbolo que, con su silueta y su estilo, logró encalabrinar e indignar a las conciencias de la simulación. Vale la pena someternos a los recuerdos para tener una idea del sopor que, en aquel entonces, implicó el hecho de que un cuerpo femenino categórico y con voz llena de anhelo dijera: “Tengo ganas de un beso”, que es el título de otro poema de Lara creado especialmente para ella:

Tengo ganas de un beso
Te lo vengo a pedir
Aunque después del beso
Me tenga que morir

Los recuerdos llegan a ser trances que remontan la nostalgia y devienen certezas. Cuando eso ocurre, el juego transcurre en serio, en este caso, tanto como para sostener que uno de los iconos con los que puede reconstruirse la liberación femenina de los años 50 es la cabaretera, sea exótica, rumbera o una sencilla dama que encuentra salida en la luz de neón. No importa la carga admonitoria del cine que implicó a la mujer en la codicia o la concupiscencia y, por ello, le deparó el sufrimiento. O pensándolo mejor, importa la carga flamígera para señalar a quien rompía el molde moral que, en vez de inhibir con castigos divinos, incentivó otros comportamientos. Porque la fémina no debía sentir sino parir y asumir el rol esclavizante de los quehaceres domésticos que, en aquel tiempo, significó ser “Ama de casa”:

Perdida… me llaman perdida
porque no comprenden lo que sufro yo.
Perdida… no miran la herida
que hicieron sus besos en mi corazón.

Agustin Lara también escribió ese bolero que, en su adaptación al cine, extendió las imágenes de la rumbera Ninón Sevilla o Yolanda Montez “Tongolele”, la danzante más enigmática de las que arrojó la selva. Entre ellas, exóticas y rumberas, hubo una alabeo diferente, Mary o La Toya, con menos oropel y extravagancias. La intérprete de “Tengo ganas de un beso” no bailó ni tuvo halo misterioso, fue tan natural como la encarnación de una vampiresa, y ahí detonó la blasfemia porque su llaneza en el escenario devino en un estilo y esas características son las que la condujeron a la inmortalidad.


Cuidadito

El destino es una caja de pandora; en sus preferencias caprichosas llega a sonreir incluso a quienes no se habían deparado mayores pretensiones. Bien lo sabe María Victoria Cervantes Cervantes quien, a sus 15 años de edad y sin estudiar más que el primero de Primaria, quería ser modista o mesera. Pero iniciando los años 50 debutó cantando en Monterrey y poco después, en la Ciudad de México, ya era comodín en la carpa Margo pues le venía de familia la sangre histriónica; sus tías Mariquita y Jesús trabajaron con Guadalupe Vélez y María Conesa, sus hermanos fueron actores de teatro y su hermana Esperanza bailó para las compañías de Mario Moreno Cantinflas. Por ello no se sintió incómoda en encarnar al primer prototipo de indígena que luego haría famoso María Elena Velasco ni le frustró ver que “La india María” superó a su personaje “Paquita” (con el que, en 1954, debutó en el cine gracias a Ismael Rodríguez, en “Maldita ciudad”).

Aquí atrapamos los recuerdos de Mary Cervantes para añadir que siempre supo que las gradas la formaron; primero fue la necesidad, luego el talento, le dijo a Cristina Pacheco en una entrevista, en septiembre de 2001. Ello se debió a sus raíces humildes. Nació en una vecindad en Guadalajara y transcurrió su infancia en otra, en el D.F. Su padre murió cuando ella nació. Maura, su mamá, le bañaba en la pileta de los lavaderos y le jalaba las greñas como lo hizo también cuando María le llevó un pulque más barato del que le encargó, porque compró caramelos.

El punto nodal es que una tarde la Toya dejó los sketches, tomó el micrófono y ondeó suave como una bandera azul marino abullonada de estrellas, también en el Margo y luego en el Teatro Blanquita de la misma dueña Margarita Su. Nadie adivinó que estaba naciendo un símbolo sexual, aunque “La Victoria es nuestra”, proclamada por Salvador Novo, expresó el abrazo que multitudes le estaban dando, más aún, en el marco de la Caravana Corona, la cuna del espectáculo en México, que trasladó a los mejores artistas a cada rincón del país.

Mary no mostró las piernas como Ninón ni zarandeó la pelvis como “Tongolele” quien además enseñó el ombligo. Sugirió, eso sí, a pujidos, que la sacudieran entallada en los acentuados escotes de la espalda o la ropa de holanes que resaltó la cadera zigzagueante. El grito festivo de Ninón fue en María canto manso y gemido discontinuo amplificado en la XEW radio. La intranquila cintura de “Tongolele” era un oleaje suave en María. Así la describió Beatriz Espejo, en su libro “María Victoria. El alma en el cuerpo”:

“La Liga nunca pudo cambiarle la vestimenta ni logró que se atemperaran los acaloramientos de la gayola que incluso se aplaudía entre sí cuando alguien lanzaba frases memorables. Seguían pidiendo que caminara antes de volver al micrófono porque una de sus gracias era la sensualidad de las redondeces que su ropa se encargaba de señalar para convertirla en Venus pequeña y poderosa”.

Además de esos intentos, la Liga de la Decencia quiso prohibir sus canciones con la misma vehemencia con la que, en 1942, reclamó a las autoridades la figura de la Diana Cazadora en la avenida Reforma, y hasta calzones le puso. Tales arrebatos lograron expandir el alabeo de la fenomenal tapatía y que medio México cantara junto a ella:

Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
Me vas a matar de un susto y no es justo
Porque yo sufro del corazón
Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
No vuelvas a repetirme ni a decirme
Que yo he matado nuestra pasión

“¡Qué buenota estás María!”, fue el cortejo asiduo en la galería. “¡Mejor danos la espalda”, fue otro con el que desarrapados y fifís expresaban el sentimiento nacional. Otros la veían como el famoso perro de la RCA Víctor, Nipper, llamado así porque “pellizcaba” la parte posterior de las piernas de los visitantes. Pero mientras la comediante Carmen Salinas se batía a duelo en albures con el también llamado “Monstruo de las mil cabezas” y “Tongolele” le regateaba sonrisas, María resplandecía para el público, halagada y complaciente, y proseguía sus gemidos arrugando la nariz y entrecerrando las pestañas.

Una vez, cuando aún quería ser costurera, la Toya se presentó en el Teatro Follies Bergere y la gente se levantó para cantar con ella y seguir la complexión que moldeaba el vestido de su desnudez y la hizo ver como la Venus del espejo de Velázquez. Una mujer morena de melena ondulante y negra. Otra vez, una señora le pinchó una nalga para comprobar su naturaleza y Toña “La Negra”, al escuchar el quejido de su amiga, dueña de ese prodigio, sugirió a la atrevida que mejor le picara las nalgas a su chingada madre, tal y como narra Beatriz Espejo.

La apoteosis de este símbolo sexual ocurrió cuando con sus acordes templados y su ansiedad dosificada en gemidos, la sirena cantó:

Pero es que estoy
Tan enamorada
Como nunca lo había estado…

Transcurrieron treinta años de presentaciones en el teatro y una sostenida estadía en la radio como no había ocurrido antes con nadie. Trabajó en el Hotel Nacional y en el Tropicana de cubanos, cantó junto a Agustín Lara quien, esa noche salió del foro unos minutos para luego regresar, disgustado por los gritos de los asistentes sobre su fealdad mientras lisonjeaban a María quien, en esa ocasión, no posó de perfil a petición del compositor. Actuó en “El Patio”, uno de los centros nocturnos más lujosos, a lado de Josephine Baker, con su traje de canutillo dorado y siempre con su estilo imponente: “Es que estoy, taaan enaaamorada, como nunca lo había estado”, es una de las frases más emblemáticas de la época por su fuerza de actuación y sus tonalidades, situadas por encima de las interpretaciones de Olga Guillot, su gran amiga, Amparo Montes y Avelina Landin.

Otros recuerdos tendrían que precisar sobre su trayectoria en el cine y la televisión. Sólo hay que anotar que, al irse los años 50, se fueron también las divettes de la rumba, el exotismo y los boleros; cerraron la cortina de un país que, al final, asimiló la sensualidad aunque, junto con el nacionalismo, simultáneamente promovió a la familia típica como el vértice de la unidad. María se enfiló a ese estereotipo. Casada y con dos hijos, aprovechó su versatilidad. Incluso fue criada, pero bien criada, en la televisión con el nombre de “Inocencia”. (La serie duró 14 años y fue el desenlace de su obra de teatro “La criada malcriada”). En ese programa de televisión, Inocencia convivió con su alter ego, la elegante artista que, aún a sus años, fue musa de Juan Gabriel. 

Abundan las anécdotas del pozole que, cada 15 de agosto, día de las Marías, la Toya organizó en su casa junto con su esposo Rubén Zepeda durante más de 40 años. En todas resalta su bonhomía, sentido del humor y su carisma que le permitió alternar con las mayores polendas de cualquier dispositivo de comunicación.

En este momento María Victoria tiene 98 años de edad. Como el tiempo arrasa hasta con los recuerdos nadie puede saber más que ella cuántos le quedan y si los ha podido seleccionar, pero uno seguramente la acompañó toda la vida. Siempre tuvo presente que su familia le impidió sentirse muy chipocluda. Hay otro que podría irrumpir de vez alguna vez: cuando, cerca de los 18 años, jugó por primera vez con su muñeca porque de niña nunca tuvo una. 

No sabemos cuántas tarjetas de memoria le quedan, si las tiene, para evitar una emboscada del pasado, si es que la quiere evitar. Es probable, eso sí, que de vez en cuando le llegue como chispazo de luz, una tarde extraviada de los años 50, cuando el público le llamó “La Sirena de México”.

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María Victoria Gutiérrez Cervantes nació Guadalajara, Jalisco; 26 de febrero de 1927

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