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Mi transcurso ha sido menos tormentoso. En la adolescencia elegí un guía de pensamiento –Eduardo Vázquez Martín– al que pedí que me prescribiera una lista de lecturas básicas para ser un buen marxista. La primera de ellas era ¡Escucha, pequeño hombrecito!, cosa que me sorprendió.

El libro ya era difícil de conseguir, sobre todo para quien lo buscaba sin ganas de encontrarlo. Sin embargo, el Altísimo opio popular quiso que en una Feria del Libro en la Alameda Central –¡tiempos en que existían el Hotel Regis y el Café Sorrento!, ¡tiempos en que ir al centro de la ciudad suplía el viaje al amurallado centro de mí mismo!, ¡tiempos en que los libros hacían feria en las estanterías y dormían la siesta de otoño en la mesa de noche!– me lo encontrara frente a frente. Se trataba de un volumen manifiestamente rascuache, de 92 páginas de caja chica y tipo grande sobre papel barato –revolución, quizá–; la portada en azul y blanco era la fotocopia, agrandada hasta incursionar en el puntillismo tecnológico, de una fotografía de un hombre guapo y elegante, mirada inteligente, labios nulos y una lámpara de trabajo a sus espaldas, techado por su nombre en mayúsculas y, como antepecho, el título en minúsculas desde la inicial. Abajo, también en minúsculas pero más minúsculas, “ediciones pasquín”. El lomo padecía idéntica pretenciosa parquedad. La contraportada, no obstante, se veía estupenda y lo era: sobre resuelto azul ultramar, impreso en blanco, un largo y buen poema de Enrique González Rojo titulado “El hereje” y tipificado como “Homenaje a W. Reich”:

…Sin perder los ideales, sin perderlos,

me sentí como Adán

cuando, expulsado, no pudo retener del paraíso

sino tan sólo el cuerpo

de su amada.

A cierta novia que me acompañaba le dije que mi preceptor me había dicho que ese libro era maravilloso. Un hombre junto a nosotros escuchó y confirmó la apreciación. Dije que era una lástima no llevar dinero. El hombre –creo que lo había leído y quizá entendido cabalmente– me regalóel libro mientras repetía que era fascinante. Así llegó a mis manos por primera vez el ejemplar que ha vuelto a mis manos tantas veces.

Me di a leerlo de inmediato –la plácida juventud permite esos espejismos– y también de inmediato quedé envuelto en su tromba de pasión, rabia, amor, libertad y verdad –porque eso y nada más que eso es este libro–. Señalaba un pasaje y otro –entonces como ahora– mediante corcheas. En la página 20 escribí entusiasmado: “Si sigo subrayando, subrayo todo el libro”.

Grito generoso, de amoroso hartazgo, a una humanidad que erige dueños de su libertad en nombre de la libertad; que amarra los hilos de sus vidas a crucetas, que no alcanza a ver, en nombre de la sobrevivencia; que usa la traición como sotana y la “moral” prescrita como anteojos es, con todo, la obra optimista que anuncia la posibilidad del hombre “verdaderamente grande”. Con mi temperamento “nietzscheano” y el acorde acento del libro, muchas veces lo he releído y solo la más reciente, hace quizá medio año, osé subrayar de nuevo. Para hacerlo tuvieron que pasar 2 décadas, con sus tiempos de estudios y sus tiempos de autoconocimiento y autoafirmación en terapias que han ido del psicoanálisis heterodoxo a la hospitalización en un pabellón de psiquiatría.

Esto no es ni quisiera ser una reseña. No hay mejor contenido que el de un libro que nos es inaccesible. Créeme, empero –dubitante lector– que cada vez que releo ¡Escucha, pequeño hombrecito! doy un paso adelante… Rumbo al abismo, si lo prefieres. No esperaría de ti sino una burla. También los amigos que lo publicaron en México incluyeron al inicio un breve prontuario que muestra toda la incomprensión y la soberbia que aún arrastran. No sucede otra cosa con el poema de González Rojo ni creo que fuera distinto el caso para un comentario mío.

Fue un libro que presté a todo mundo. Y es tal el libro que, tras leerlo, nadie cometería la ruindad de apropiárselo. Claro que a veces nos prestan libros cuya lectura posponemos un poco, mucho o para siempre.

En 1994 compartí mi fondo alcohólico con Macorina. Yo me hospitalicé. Ella intentó, ensoberbecida, ser más fuerte que el alcohol. Entre los muchos recursos que probé para que reconociera aquello en que estaba siendo humana, espiritualmente pequeña, se contó el hacerle leer este libro. No lo encontré en mi biblioteca. Tras mucho buscar telefónicamente, compré el único ejemplar que quedaba en la librería Porrúa de República de Argentina. Semanas después, su atrabancada parentela se llevó a la nena a Monte Fénix. Ella se escapó y tuvo que dejar la única lectura que había llevado. Los curanderos de ese mal simulacro de una granja de AA son dueños del último ejemplar que se vendió de ¡Escucha, pequeño hombrecito! Básteme la ilusión de que ayude a algún alcohólico a recuperarse.

Salí del hospital emocionalmente débil, con el carácter desmembrado, con miedo a iniciar nuevamente la vida. Sabía que ese libro me vendría bien. Volví a buscarlo sin éxito. Entonces dediqué casi quince días a hacer llamadas hasta que di con quienes poseen los derechos en México. No tenían dinero para editarlo nuevamente y estaban dispuestos a ceder tales derechos con tal de que el libro anduviera por ahí. Me confieso pequeño al buscar una explicación a mi desidia sobre el asunto. Desidia que apenas justifica lo que pasó una tarde en casa de mi primo “El Chuqui”, hoy convertido en uno de esos académicos que holgazanean a costa del SNI.

Para ver su nueva computadora entré a su estudio. Digamos que tiene tantos libros como los que ha leído pero que no coinciden unos y otros, como sucede con cualquier bibliófilo pobre y respetable. En un anaquel descubrí el pálido lomo forrado de plástico, ex libris de mis primeros libros. Le pregunté dónde había comprado el libro y por qué lo había forrado. Con auténtica expresión de intriga se confesó incapaz de responder. Entonces dije en un tono que sólo Sherlock Holmes el Padre Brown y yo dominamos: “En la página 20, al margen, hay una anotación a lápiz, con letras grandes, que dice ‘Si sigo subrayando subrayo todo el libro’”. El Chuqui no perdió tiempo en comprobar la veracidad de mis palabras. Con gesto resignado y sin mirarme, sacó el libro y con el brazo izquierdo bien extendido me lo entregó. ¡Si las palabras del gran Wilhelm Reich hubieran sido escuchadas con el mismo respeto hacia quien sabe lo que dice!

 

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