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lunes 16 diciembre 2024

Patrias

por Juan Villoro

Los cocineros recomiendan hornear el suflé durante un tiempo preciso y servirlo antes de que se desinfle. No se puede decir lo mismo del amor a la patria, que puede ser instantáneo o no llegar nunca. Para mí, el país ideal es como el cielo, un sitio magnífico al que no tengo prisa en acceder.

Mi padre, que nació en Barcelona, me dijo alguna vez: “No sabes el trabajo que nos ha costado ser mexicanos”. Me libré de ese esfuerzo porque no tuve otra alternativa. En cambio, mi hija Inés ha asumido varias nacionalidades. Nació en México y pasó su primera infancia en la ciudad de su abuelo. A los tres años regresó del parvulario donde aprendía a cantar y dormir la siesta y nos espetó de esta manera: “Vosotros los mexicanos sois violentos”. Nos pareció complicado defender a un país cuyo escudo nacional es un acto de depredación y nos limitamos a preguntarle si se creía española: “Los españoles también son violentos; soy catalana y nosotros no hacemos guerras”. Esta señal de adoctrinamiento alarmó a mi esposa; a mí me provocó el silencioso orgullo de los conspiradores. Corría el año de 2003 y me consideraba “independentista en cámara lenta”: soñaba con una Cataluña a la que nunca llegaría. Ignoraba que catorce años más tarde Puigdemont adelantaría ese reloj de modo irresponsable.

Regresamos a México en 2004, justo para las fiestas de septiembre. Quise comprar banderas y rehiletes tricolores, pero Margarita impidió mi fervor por la patria. Ya nuestro hijo había puesto en la pantalla de su computadora la estelada de los separatistas catalanes; no debíamos estar rodeados de más símbolos patrioteros. De nada sirvió argumentar que el nacionalismo mexicano no reivindica otra cosa que echar relajo.

Con mejor juicio que el mío, Margarita buscaba evitar que los niños pasaran por otra crisis de identidad que la descrita por Plutarco: “Nacer es llegar a un país extranjero”. Pero no tomó en cuenta la pedagogía nacional. Una mañana, Inés se enteró en su escuela de que los españoles habían venido a México a robarse el oro y matar indígenas. De no ser por la Conquista, seríamos una potencia mundial. Inés se extrañó de que el sitio donde había vivido en santa paz fuera visto como una guarida de asesinos. Aunque no era el mejor momento para asumir la identidad del enemigo, dijo: “Soy española, les pido perdón por el pasado y les juro que ya no somos así”.

Continuó sus estudios en el Liceo Francés mientras Felipe Calderón lanzaba la guerra contra el narcotráfico y México se convertía en una inmensa necrópolis. Una y otra vez hablé con los padres del colegio sobre la dificultad de transmitirles a nuestros hijos pasión por el país. Inés resumió el tema con un aforismo: “Si te fijas bien, México es bonito; pero si te fijas muy bien, no es tan bonito”.

La vida continuó su rumbo y a los dieciocho años la chica que se había considerado catalana y luego española descubrió que ningún lugar supera al intenso laberinto de la Ciudad de México. Este proceso de adaptación no se debió a la escuela ni a los padres, sino a los amigos y a la urbe misma, tumultuosa forma del milagro.

La acompañé a su más reciente rito de paso (sacar la credencial del INE) y hablamos de las futuras elecciones. Repasamos los desastres del país y lo mal que está la esperanza. De poco sirvió decirle que la primera vez que voté, en 1976, sólo había un candidato a la Presidencia. Ahora habrá más sin que eso garantice un mejor futuro. Como ya puede dar su firma por Marichuy, hablamos de la discriminación de la mujer y la sociedad patriarcal que padecemos.

Este extenso inventario de las calamidades vernáculas no mermó su gusto por tener credencial de elector y ser de aquí. Seguramente hay nacionalidades más serenas. La nuestra es un deporte extremo que permite reconocer, simultáneamente, que hacer algo “a la mexicana” es pésimo y que “como México no hay dos”.

Recordé una fábula de Eduardo Galeano. Un amigo uruguayo lo visitó en el pueblo de la costa catalana donde vivía exiliado. Pasearon por el lugar hasta que el visitante comentó: “¡Qué feo!”.

“Aquella fue la primera vez que escuché decir eso”, escribe Galeano: “Y quizá fue también la primera vez que me di cuenta de que eso era verdad. Y me dolió. Y porque me dolió descubrí que yo quería al pueblo donde vivía”.

La patria son los problemas que te importan.


Este artículo fue publicado en Reforma el 15 de diciembre de 2017, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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