Una madre lleva a su hija al colegio antes del trabajo y se cruzan con un grupo de muchachos que las increpan al grito de «¡negras fuera de España!» La niña se gira hacia su madre y le dice: «¿Por qué nos llaman negras si somos marrones? ¿Por qué quieren que nos vayamos de nuestro país?» Su madre se agacha para ponerse a la altura de la niña y le acaricia dulcemente mientras le habla bajito para que los viandantes no puedan escucharla. «Hay gente que es muy ignorante y no nos quiere por nuestro color de piel, así que tendrás que estar atenta para identificarlos y huir de ellos». Esa niña era yo y el hecho sucedió en Madrid en los años 70. De golpe, me enteré de lo que era el racismo.
Hasta entonces nadie me había hecho ser consciente de que te pueden insultar, invisibilizar o discriminar por el color de tu piel. Convivía con mi padre blanco, mi madre negra y un hermano de cada color en un barrio de clase media donde ninguno de mis vecinos había dado muestras de que yo era distinta a sus hijos. Sin embargo, tenía que protegerme de ésos a los que no les gustaba mi piel. Lo hice creando el escudo invisible que teje el miedo, intentando ocultar lo malo de mi negritud y el acre olor de mi sudor que, según decía mi profesora de 5º de EGB, olía más fuerte que el de los blancos.
Crecí como una minoría. Fui la única negra en el colegio y en el instituto y no fue hasta la Universidad cuando pude compartir con una compañera marroquí ese especial lazo de hermandad de mujer racializada que en aquella época preferían llamar mujer «exótica». Sin referentes a los que seguir -la negritud estaba totalmente excluida de los textos formativos de los colegios y universidades- mi mentalidad se construyó bajo los mismos arquetipos sobre el racismo que tenía cualquier español de la época: los negros son muy buenos deportistas salvo para la natación y el tenis, los negros cantan y bailan muy bien, en España no hay racismo sino clasismo y muy pocas agresiones.
La realidad se impuso con el asesinato de Lucrecia Pérez y la creciente inmigración. Tuvimos que preguntarnos: ¿Cómo pueden odiar a una negra pobre pero no a la rica creyendo que no es racismo? ¿Cómo se han permitido las agresiones a mujeres negras porque eran de baja intensidad dando paso a que se desate esta violencia salvaje? ¿Por qué no hay políticas contra el racismo en España?
Hoy, cuando las negras españolas ya no son «exóticas», me considero una privilegiada por no formar parte de esa mayoría de mujeres negras españolas percibidas como mano de obra barata que hace las labores que los blancos no quieren hacer. Reconozco que nunca sufrí exclusión, ni en España ni en ningún lugar del mundo. Es más, soy feliz de ser española y no norteamericana, francesa o inglesa, pero no por ello dejo de ser consciente de que tengo más barreras que superar porque soy mujer y soy negra.
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