¿Quién $&% es Jackson Pollock?

Este texto fue publicado originalmente el 11 de junio de 2012, forma parte de la revista impresa número 139


Que un simple botiquín con fármacos firmado por el artista ingles Damian Hirst se venda en 20 millones de dólares sintetiza el estado actual del arte internacional: lo que importa no es la obra sino la forma de comercializarla.

David Lee, director británico del boletín “The Jackdaw”, denuncio esta situación al declarar que el mercado del arte es una burbuja inflada artificialmente por un grupo de galeristas interesados en promocionar y vender a sus artistas a compradores ricos, ingenuos y fácilmente influenciables.

Así, las obras de Jeff Koons, Damien Hirst o el mediático Banksy, -cuyos grafitis coleccionan, entre otros, Brad Pitt y Christina Aguilera-, se venden a precios extravagantes, inflados artificialmente por una combinación de críticos y marchantes (uno de los murales que Bansky pintó en la pared de una casa de Londres se vendió en 416 mil dólares).

Las críticas de Lee coincidieron con la publicación de “El tiburón disecado de los 12 millones de dólares”, libro del economista de Harvard Don Thompson, que intento explicar como alguien puede pagar tanto por un simple animal disecado.

Según Thompson, para los nuevos ricos -especialmente los multimillonarios norteamericanos y rusos- estas cantidades son centavos que le sirven para demostrar a sus compañeros que pueden tener cualquier cosa, por estrafalaria que sea, con solo desearla.

Steven Cohen, famoso por haber comprado el tiburón de Hirst, también adquirió un Picasso y un Warhol, cada uno en 25 millones, y su fama creció considerablemente cuando, pese al formaldehído, el tiburón comenzó a pudrirse y requirió una intervención urgente de su creador para salvarlo.

La historia de Teri Horton muestra el otro lado de ese mundo glamoroso, poblado por nuevos ricos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de destacar.

Hace 15 años, Teri estacionó su camión frente a una tiendita para comprarle un regalo a una amiga que estaba deprimida. Su idea era elegir algo “bien feo” para hacerla reír.

Finalmente encontró lo que buscaba en una pintura que parecía el resultado final de un chico chorreando pintura descuidadamente sobre una tela abandonada. La dueña del local le pidió ocho dólares pero Teri regateó y finalmente la compró por cinco.

A su amiga la obra no le gusto ni la hizo reír y aunque planearon jugar a los dardos con ella no lo hicieron porque, según recuerda Teri, “tomamos demasiada cerveza y nunca entramos en el remolque a buscarlos”.

Como la pintura era demasiado grande para pasarla por la puerta de la casa de su amiga, Teri la puso a la venta en su garaje donde la vio un profesor: “Me dijo, no soy ningún experto, pero podría ser un Jackson Pollock”; a lo que Teri, (cuyos conocimientos de pintura se limitaban, por entonces, al trabajo de Norman Rockwell) contesto: “¿Quién mierda es Jackson Pollock?”.

Con ese titulo, Harry Moses dirigió un documental producido por Don Hewitt, creador del programa “60 minutos”, que muestra el enfrentamiento que hace décadas mantiene Teri con el mundo de los especialistas en arte: “esto se convirtió, realmente, en una historia sobre las clases en América”, dice Moses, “es la historia de un mundo que mira por sobre el hombro a esta mujer que apenas termino el primario”.

Ya jubilada de su trabajo como camionera, Teri declara que “el mundo del arte es un fraude. De pies a cabeza”, mientras Peter Paul Biro, un experto forense contratado por su hijo explica, con la seguridad del científico popularizado por CSI, que buscar al verdadero autor del cuadro fue “como rastrear a un criminal, pero en vez de averiguar quien cometió el crimen, busco quien cometió la pintura. El primer paso para mi debía ser analizar la pintura. Tomar muestras del pigmento”.

Detrás del cuadro, Biro descubrió una huella digital (“Una vez que la vi dije ‘¡Ahá!’ y sentí que tenia algo para continuar”). Su siguiente paso fue buscar otra huella de Pollock para poder comprobar si coincidían pero como el pintor no había servido en el ejército y nunca había sido arrestado, no había huellas disponibles. Biro encontró lo que buscaba en una vieja lata de pintura del estudio de Pollock que se conserva tal como él lo dejo en 1956, cuando murió imprevistamente en un accidente de tránsito; al comparar ambas huellas, comprobó que eran idénticas pero, por las dudas, le mostró su trabajo a Andre Turcotte, un sargento jubilado de la policía canadiense que trabajo durante más de una década en el laboratorio de Québec, quien estuvo de acuerdo con sus conclusiones.

“En una corte, esta evidencia serviría para acusar a un homicida”, aclara Biro; algo que para Thomas Hoving, antiguo director del Metropolitan Museum de Nueva York y emblema de los enemigos de Teri, no es suficiente: “es bonito, es superficial y frívolo. Y no creo sea Jackson Pollock. Mi impresión inicial, el blink, fue que no era bueno”.

La evidencia científica presentada por Biro no lo hizo cambiar su opinión porque su método (esa intuición bautizada por él como blink) está basada en su propia experiencia como descubridor de fraudes plasmada en su libro The Hunt for the Big Time Art Fakes.

“En el museo, cuando estábamos pensando en adquirir una nueva obra, hacía que mi secretario la colocara en alguna parte en la que me produjera sorpresa verla, como un ropero, de manera que cuando abriera la puerta la viera allí. Entonces o bien me gustaba o súbitamente veía algo que no había advertido antes”.

“¿También lo haría si las huellas estuvieran en el cuchillo con el que se ha cometido un asesinato del que se le acusara a él mismo?”, le respondió el forense. Tod Volpe, dealer de alto nivel, preso durante dos años por estafar una larga lista de clientes que incluian a Bárbara Streisand y Jack Nicholson, ocupa en el documental el lugar del delincuente simpático que conoce el sistema por dentro y sabe como manipularlo en su beneficio.

Para sobrevivir en ese mundo cerrado a cal y canto a los extraños, dice, es necesario fingir todo el tiempo mientras se establecen los contactos adecuados: “El mundo del arte es una experiencia a lo ‘Alicia a través del espejo’. Una fiesta de disfraces para personas que llevan máscaras. En el fondo todo es por el dinero”.

Algo que una persona como Horton –con su voz de lija, sus maldiciones y su gorra de camionera permanentemente encajada en la cabeza– nunca conseguirá. Al insistir en hablar y vestirse como lo que es, a ojos de los especialistas, ni ella ni su cuadro merecen una segunda mirada.

Ben Heller, un coleccionista que compró su primer Pollock hace cincuenta años, también parece confundido: “Busco las grietas y la forma en que la pintura fue aplicada. Es decir, cómo se acomoda un color sobre el otro pero me hace sentir incómodo. Esto no se parece a Pollock, no se siente como un Pollock”.

A pesar de este rechazo masivo, si Horton hubiera logrado reconstruir el camino de los diferentes compradores hasta su origen (lo que los especialistas llaman “proveniencia”) podría vender el cuadro por su valor real: 50 millones de dólares.

“La pintura es como Heathcliff de ‘Cumbres borrascosas’ –aclara Volpe–. No consiguió la herencia hasta que no obtuvo un título”, pero la tienda donde Teri compró la pintura esta cerrada y su dueño muerto.

Lo único que tiene Teri es un recibo y ahí se acaban los rastros; sin embargo, gracias a un Pollock que batió un record al venderse en ciento cuarenta millones de dólares, Horton finalmente recibió dos ofertas: una por dos millones y la otra, proveniente de Arabia Saudita, por nueve millones.

Rechazó ambas porque, según su versión, no lo hace por dinero sino por dignidad: “¿Quiénes se han creído que son esos expertos? Antes que dejarme aprovechar, quemaría la maldita pintura”, y redobló su campaña presentándose en el programa de David Letterman custodiada por dos guardias armados. “¿Qué ves cuándo miras la pintura?”, le pregunto el conductor.

“Veo el signo de dólares. Sólo eso”. Algo en lo que no se diferencia, según Lee, de sus enemigos.

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