Nunca supo bien cómo ni cuándo comenzó a enamorase de él. Años después, en la etapa de la universidad, lo pensaba en las tardes lluviosas en que su imagen la rondaba, siempre la misma que veía entrar al colegio o al salón de clases: con sus largos cabellos alborotados, la camisa abierta del cuello hasta el tercer botón, un sombrero gris, negro o azul índigo y mocasines. Ella suponía que era por su sonrisa cuando le devolvía una tarea con un halago o su voz cuando leía poemas, que también le hacía espeluznar la piel cuando ella se acercaba demasiado; o cómo olía, porque descubrió que le gustaba su olor, especialmente el que emanaba de su lado izquierdo…
El último día de clases ella le entregó un sobre blanco con un papel azul en el interior donde le decía que había sido feliz por su cercanía y que se iba de la preparatoria enamorada de él. No obtuvo ninguna respuesta.
Ella se fue a estudiar a una universidad en otro estado y. en las primeras vacaciones, corrió emocionada a su antiguo colegio para saber de su profesor. Él había renunciado, así que ella pertenecía a la última generación a la que había dado clases. Nadie supo decirle dónde se hallaba ahora. Salió triste y lloró bajo los tamarindos de la avenida que terminaba en el mar.
Con la distancia el amor se apaciguó y la imagen de su amado se difuminaba en el tiempo; sólo reaparecía en esas tardes y ciertas noches, donde soñaba que hacía cosas con él que la avergonzaban al día siguiente y que le dejaban las pantaletas húmedas.
Tuvo varios novios que no imprimieron gran cosa de recuerdos y jamás pudo sentir con sus caricias lo que en sueños la estremecía. Lo más cercano al amor fue cuando conoció a su compañero del seminario de tesis; un joven de su edad, de cabellos largos y con la camisa abierta del pecho.
Después de graduarse regresó a San Blas Obispo de Armenia; medio año después, su novio obtuvo un trabajo en el puerto y la siguió. El romance iba viento en popa, planeaban casarse en diciembre del siguiente año. Él no lo sabía, pero ella seguía virgen; a pesar de la insistencia de todos los novios anteriores, siempre se negó a tener relaciones, porque, para hacerlo, creía que debería sentir lo que la empapaba en sueños.
Meses después de hacer sus planes, una tarde calurosa de mayo, ella iba a tomar una cerveza con sus compañeras del trabajo cuando casi chocó con él en una acera estrecha. Notó el asombro en su rostro; y ella fue la que saludó primero. Reparó en que no llevaba sombrero y también la admiración hacia ella: había muchas diferencias en aquel cuerpo adolescente y este de fruta madura. No pudieron hablar mucho; supo que él había llegado hacía poco y seguía impartiendo clases en el colegio. Se intercambiaron números y se hablaban de vez en cuando recordando la etapa de convivencia.
Pronto se hablaban varias veces al día. No obstante, ninguno pedía ver al otro; hasta el momento en que ella preguntó si recordaba la carta del último día. Él le pido un minuto y ella escuchó el sonido de papeles. Luego, él pronunció las palabras exactas que ella recordaba haber escrito: él leía la carta. Su corazón brincó de gusto, sintió enrojecer sus mejillas y apretó las piernas. Dejó de hablarle de usted: “quiero verte”, le dijo, palpitante.
Él la recogió en una esquina y la llevó a su casa, en el lado opuesto al mar, junto al río, después del puente, cerca del antiguo palacio de cabildos. No la besó hasta que estuvieron en la sala. Ella aceptó los besos y las caricias como si apenas ayer hubieran hecho algo parecido.
Como si fuera un juego, ella hacía lo mismo: él la desnudó y ella lo hizo con él; si el mordisqueaba sus labios o introducía su lengua, ella también. Si él olía, lamía o tocaba, ella hacía lo correspondiente. Cuando ella tomó su sexo tumefacto para chuparlo no fue muy hábil, pero él le mostró cómo hacerlo; “sigues siendo mi maestro”, pensó ella. Cuando él la penetró, el dolor fue muy leve comparado con el enorme placer que sintió, y se asombró un instante después de su orgasmo porque creyó que había mojado el colchón.
Los encuentros se repitieron a cualquier hora del día o de la noche en que ella podía escapar del trabajo, de su familia o de su novio. Sentía que su amor crecía cada vez más y supo que él también la amaba aunque no se lo externaba. Con el paso de los meses, también supo que él jamás se comprometería, que viviría solo para siempre.
Tres meses antes de casarse se despidió de él. No le explicó ningún porqué y él no preguntó nada. Él le dejó un beso tierno y ella pudo ver brillar una lágrima en sus ojos, cuando le dijo que pronto se iría del puerto. Ella estuvo deprimida semanas.
En diciembre casi todos sus amigos, familiares y excompañeros pudieron llegar a su fiesta. El amplio salón, muy cerca de la playa norte, estaba muy adornado. Los novios esperaban a que llegara la mayoría de invitados para casarse, mientras; el oficial del Registro Civil bebía cerveza helada en un rincón.
Ella lucía orgullosa un vestido de tehuana, el “traje de gala”, y se quejaba con su madre, pendiente de todo, de que no aguantaba los refajos: “siento que son como mil”, le dijo. La señora le pidió paciencia, que eso no iba a durar todo el día.
Ella paseó su mirada por el salón para calcular el número de invitados y su corazón tropezó con su sorpresa: en la puerta de entrada lo vio. Traía un sombrero gris claro y una camisa blanca abierta hasta el tercer botón… y le sonreía.
Ella estuvo a punto de correr a abrazarlo; él se percató, pero desde su lugar le dijo que no con la cabeza y le señaló discretamente un corredor que daba a un jardín interior. Él pasó inadvertido entre tanta gente, y cuando desapareció, ella lo siguió nerviosa. No sabía si el sudor de su cuerpo era por el calor o por la emoción; sentía que a cada paso su sexo se humedecía y su excitación crecía mientras más se acercaba. Iba pensando en que creía que nunca más lo volvería a ver.
Al entrar al jardín no lo visualizó al principio, por lo que caminó hacia el fondo; ahí, detrás de un macizo de grandes hojas moradas y verdes, él estaba sentado en un banco improvisado con dos durmientes de madera, recuerdo de que hubo un tren que salía del puerto de San Blas Obispo de Armenia.
Ella lo contaría a su manera en una carta que le enviaría tiempo después a Colombia:
Te vi sentado, pensativo; suspire y te embestí. Me dejé ir encima de ti y caímos, nos besamos y me decías: “amor, levántate, amor, te ensucias”. Me sentaste a horcajadas en los durmientes, tomaste mi enagua y la alzaste. Yo quería quitarme el refajo y tú me decías: “déjalo, a mí no me estorba”. Te metiste debajo de mi enagua y me bajaste los calzones, besabas y mordías suavemente mis piernas. Sentí tu lengua en mi sexo y tuve mi primer orgasmo al instante. Lamías, chupabas y yo me estremecía todita. Toda mi piel se me enchinaba y ya me iba a… pero dejaste de hacerlo por un momento y me dijiste: “¿estás viendo si viene alguien?”; y yo, por no perder el placer, te dije que sí; pero no veía nada, no me importaba nada; que entrara un tsunami o que nos vieran todos los invitados después de vivir eso. Sentía que moriría con esa chupada. Pero antes de que yo desfalleciera te incorporaste, aflojaste tu cinturón y me mostraste tu sexo erguido, duro. Me penetraste. Entrabas y salías desesperado. No pude contar cuántos orgasmos tuve. Tú me mirabas como nunca me habías mirado. Hasta que tu frente se apoyó en la flor más grande de mi huipil después de decirme al oído: “¡siempre te amaré!” y tuviste un orgasmo inmenso acompañado de un gemido que creí que todo el salón lo escuchó. Yo me vine por última vez. Me hallaba extasiada, pero me bajó del cielo una voz conocida que decía mi nombre.
Me recompuse como pude, sin ponerme las pantaletas porque no las encontré y salí al encuentro de mi madre que preguntaba angustiada: “¡Dónde te metiste, chamaca; ya es hora!”. Entramos al salón, nos acercamos a la mesa y todos aplaudieron.
Antes de que el del Registro Civil nos atendiera, mi madre me miró y me dijo: “te falta un arete”. Toqué el lóbulo de mi oreja derecha. Alcé los ojos y vi hacia la puerta de entrada del salón; estabas saliendo. Volteaste. Sonreías tristemente. Alzaste la mano izquierda en un puño, supuse que ahí llevabas mi calzón blanco, luego alzaste la derecha y mostraste mi arete. Dijiste adiós con los labios…
Eso fue todo.
Lo que nunca supiste, fue que ya no me casé…