marzo 10, 2025

Las primeras páginas de mi improbable autobiografía

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Por Alberto Lara Castillo 

La memoria es una nebulosa en la que muchos recuerdos se apagan y algunos pocos se mantienen encendidos. Uno de mis recuerdos más nítidos es aquel en el que comenzó mi afición por la lectura de periódicos, un gusto que me viene de nacimiento. Cuenta la epopeya familiar que ese viernes 29 de diciembre de 1967, día laborable, mi padre se levantó a la hora acostumbrada. De acuerdo con su metódica rutina, le correspondía meterse a bañar, pero mi madre le dijo que ya, que ya empezaba a sentir contracciones. Él le dijo: bueno, entonces me echo un regaderazo rápido y me rasuro. Qué regaderazo ni qué nada, dijo ella. Así, haciendo a un lado por ese día sus pulcras costumbres, mi padre llevó a mi madre al hospital  a donde llegó mi abuela a relevarlo para que él pudiera cumplir con los pendientes más apremiantes de su chamba.

Yo no tardé en arribar. De todos los detalles no me acuerdo. Lo que sí es que desde un principio sentí cierta animadversión por parte de la enfermera, que, si mal no recuerdo, se llamaba María Auxiliadora. Después del encuentro frente a frente con mi madre, tomé el periódico que había llevado mi abuela. Primero leí las noticias nacionales. “Presta el BID 426 millones para 560 obras de pequeño riego.” El señor presidente por aquí y por acá; la inauguración de esto, el encuentro con este y aquel. “Aprobación unánime de presupuestos.” Aburrido. En este país (entónese lo que sigue como hablaban los políticos de aquellos tiempos), “La plasticidad del partido mayoritario —fenómeno sociológico interesante— le ha permitido seguir la marcha de los acontecimientos, hallando en cada momento los hombres, los métodos y las motivaciones humanas que le correspondían. No hay nada que pueda proponer la oposición que no esté ya dicho por él”. Ah qué la chingada: sin agua va, María Auxiliadora me arrebató el periódico. Hora de limpiarme. Luego, me dormí en los brazos de mi madre.

De la hemeroteca de Excélsior. Portada del 18 de enero de 1967

Desperté. Quise retomar el periódico, pero María Auxiliadora me lo quitó y también me despojó de mi madre. Vámonos, chiquito. Protesté a todo pulmón. No sirvió de nada. Me exhibieron ante la vista impertinente de desconocidos, como si fuera ganado, en una vitrina junto a otros desvalidos terneritos. Me volví a dormir.

Me desperté. Tenía hambre y quería mi periódico. Me regresaron con mamá cebú. Mamé. Eructé con unas palmaditas que mi abuela me dio en la espalda. Barriga llena, corazón contento, sentenció mi abuela. Ahora sí, me dije, con su permiso, voy por la sección internacional: “Barco ruso acosado por un avión de los Estados Unidos”, “Poderío de los rojos en el reino de Laos”, “La economía china se desploma después de 16 meses de revolución cultural”, “dificultades para Castro”: en Cuba hay una “necesidad continua de trabajo ‘voluntario’ para atender determinadas actividades rurales”. Me dormí.

Me desperté y agarré mi periódico. Minutos después se armó cierto alboroto por la llegada de mi padre. Por tercera ocasión (que el karma se lo cobre), María Auxiliadora me quitó el periódico. Me dio sentimiento, pero mi padre me hizo fiestas y eso me calmó un poco. Intentó tomarme una foto. La reacción de mi madre sería debatida por años. Mi padre dice que ella dijo: “¡No! ¿Para qué le sacas fotos? ¿No ves que está muy feo?” Mi madre se defenderá diciendo que no se refería a una característica esencial de mi persona sino a un estado pasajero por el que los recién nacidos no siempre son muy estéticos que digamos. En fin. Yo me dormí.

Cuando desperté, noté que ya había avanzado el día. Debía terminar de hojear el periódico. “Belle de Jour”, de Buñuel, llevaba dos semanas en cartelera. Catherine Deneuve compartía esa página con Mauricio Garcés, Gloria Marín, el Loco Valdés, Jerry Lewis, El Piporro, Marisol, Viruta y Capulina, Dean Martin y Kim Novak. Me apenó no ver anunciada la película de la versión que Disney había hecho de El libro de las tierras vírgenes. Apenas se había estrenado en Estados Unidos hacía poco más de dos meses. Balú, con la voz de Tin Tan, llegaría casi cuatro años más tarde a las salas de cine mexicanas.

En el Blanquita se presentaban Celia Cruz, Resortes, Borolas y el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Se comentaban con muy buenas expectativas los Juegos Olímpicos del año siguiente. No había indicios claros que prefiguraran la tragedia que vendría el 2 de octubre. El presidente de Astro-Sociología, A.C., preveía que en 1968 se mantendría la moda de la minifalda.

Terminé mi periódico, y mis ansias de actualidad me llevaron a pedirle a mi padre que me fuera a comprar las Últimas Noticias, primera o segunda edición de la tarde, la que estuviera disponible. Pero eran otros tiempos. No se acostumbraba que los hijos mandaran a los padres, como ahora. Así que mi padre me miró con extrañeza y se hizo el desentendido. Berreé. ¡Por Vishnú!, ya urge que inventen el internet, clamé al cielo. Luego, me dormí.


Los encabezados y fragmentos de notas, así como otras referencias, fueron tomadas del Excélsior del 29 de diciembre de 1967; la transcripción más extensa (“La plasticidad del partido mayoritario…”) es del artículo “Agitación”, de Ramón Ertze Garmendi. La información de El libro de la selva de Disney se tomó de la nota “50 años de vitalidad”, de Karla Trejo, publicada en Excélsior el 15 de octubre de 2017.


*Sobre el autor: Alberto Lara Castillo (Ciudad de México, 1967) es editor de libros de texto, corrector y traductor (de inglés y portugués a español). Es miembro del Círculo de Traductores, en el que imparte diversos cursos relacionados con la corrección, y es uno de los coordinadores de la Incubadora de Proyectos de Traducción Editorial del mismo colectivo (apoyada este año por el Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales del Fonca). Tiene estudios de ingeniería química y actualmente cursa la licenciatura en Enseñanza de Español como Lengua Extranjera en la UNAM.

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