La arquitectura ejerce una profunda fascinación en los ególatras empeñados en dejar imperecedera huella de su insigne paso por el planeta con monumentos, mausoleos, torres titánicas, estadios, bibliotecas, parlamentos, palacios… pero el reto mayor para un líder megalómano es levantar toda una ciudad con su impronta indistinguible, una nueva Alejandría, como las ciudades inauguradas por aquel legendario conquistador a lo largo de todo su dilatado imperio. Ningún megalómano moderno lo había logrado a plenitud, ya sea por falta de recursos, tiempo o suerte. Cierto, tenemos ciudades ultramodernas surgidas casi de la nada en los últimos decenios, como Dubai o Shanghai, pero representan las pretensiones de un sistema político o un clan dominante, no son reflejo de los ensueños de un solo hombre. Lo mismo puede decirse de Naypyidaw, la insensata capital de Myanmar, construida en medio de la jungla por un execrable régimen despótico cuyos líderes son casi anónimos. Hitler y sus delirios de grandeza arquitectónicos habían proyectado, con el concurso de Albert Speer, una gran capital “hitleriana” para cuando los nazis ganaran la guerra, la cual se llamaría “Germania” y se levantaría sobre y en lugar de Berlín. “¡Qué los aliados destruyan Berlín, así será más fácil construir una capital completamente nueva!”, decía, frenético, el führer mientras los bombardeos enemigos derruían su imperio.

Sin embargo, hoy en un inusitado lugar en medio de las estepas del Asia Central se levanta una gran capital hipermoderna, monumental y exorbitante impulsada por la megalomanía de un sólo hombre. El nombre de la ciudad es (ha vuelto a ser) Astana, y su creador es el ex presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, un dictador ni de lejos tan sanguinario como quien quiso erigir Germania, ni tan absurdo en la dimensión de su culto a la persona como algunos de los grandes megalómanos modernos, pero creador de una gran metrópolis con su indistinguible sello particular: su propia versión de Alejandría. Nació en una familia campesina y se formó como ingeniero metalúrgico. Fue designado, tras largos años de oscura fajina burocrática, jefe del Partido Comunista de la República Socialista Soviética de Kazajistán, y al desaparecer la URSS se convirtió en dueño de un enorme país rico en recursos energéticos y minerales. Kazajistán es la novena nación más extensa del mundo y la más grande sin salida al mar. Un país estepario e inhóspito lleno de petróleo, gas natural, uranio, oro, carbón y manganeso nacido a la independencia justo cuando todas estas commodities comenzaron a cotizarse al alza en los mercados internacionales.
Instauró Nursultán en su flameante república un férreo sistema presidencial personalista y autoritario. Supo hacerlo por etapas, calculando pasos y manteniendo siempre la fachada democrática. Un gobierno clamorosamente corrupto, nepotista y dictatorial, pero asaz opulento. Existió un culto al líder, pero matizado por curiosos escrúpulos. Por doquier en la República se encentraba la imagen del presidente y dos enormes museos daban testimonio de la vida y carrera del jefe, pero no existían estatuas a la manera de Saddam Hussein, Stalin o las doradas del Turkmenbashi; ni se le consideraba de origen divino, como Kim Jong Ill; ni era obligatorio aprenderse en las escuelas su pensamiento y sus obras (las cuales, por otro lado, no existen); ni se cantaban himnos dedicados a él en las escuelas. Incluso el mandatario se vio obligado a rubricar una ley aprobada en el Parlamento la cual decretaba el 6 de julio (el día de la consagración de Astana como nueva capital) feriado en todo el país. Casualmente, coincide con el cumpleaños del presidente. Nursultán debió resignarse a acceder a los deseos del parlamento porque, como declaró en una entrevista: “El parlamento en Kazajistán es una rama independiente del gobierno la cual expresa la voluntad del pueblo, como sucede en cualquier democracia”, y sumiso ante la majestad del régimen democrático y de la división de poderes sancionó a su cumple… digo, al aniversario de la consagración como día de festejo nacional.

Pero la verdadera expresión en este singular y algo velado culto a la personalidad fue la construcción de la gran ciudad de Astana, uno de los proyectos de urbanización más caros y ostentosos de la historia moderna, financiado gracias al aluvión de dinero obtenido por Kazajistán a cambio de su petróleo y gas. Pretenciosa, llena del gigantismo de mal gusto tan característico del nuevo rico desde tiempos inmemoriales, la ciudad está situada en medio de la estepa. Más de 10 billones de dólares se gastó el reluctante Padre de la Patria en su capitalota, repleta de patosos edificiotes revestidos de vidrio espejado y coronados por horribles picos y con una voluminosa residencia presidencial pseudo neoclásica adornada por tamaña cupulota azul. Pero eso sí, nada de imitar a Camberra, Brasilia o alguna de esas aburridas capitales construidas para funcionar como meras ciudades administrativas. Nursultán quería un nuevo Berlín, no una ciudad sede administrativa del gobierno de una nación en el fin del mundo. Quería una metrópoli vibrante, un gran centro cultural y económico puente entre Europa y Asia. Por eso Astana también tiene decenas de centros comerciales, lujosos condominios, una gran universidad, un Oceanarium (súper acuario), un aparatoso Centro Presidencial de la Cultura, un fastuoso (y medio vacío) museo Suyfullin, una Ópera Nacional y monumentos como el Complejo Memorial Ético (¡!!¡¡¡), en homenaje a las víctimas de la represión política del comunismo, el dedicado al recuerdo a los kazajos muertos en la guerra de Afganistán, el Palacio de la Paz y la Reconciliación, etc. Imposible omitir la obra consentida y más “personal” de Nursultán: el Xan Şatırı, un inmenso tendido como de circo transparente de 150 metros de altura perpetrado por Norman Foster, faraónica obra con un área equivalente a 13 campos de futbol soccer. Obviamente, Astana tiene un gran aeropuerto internacional digno de tan regia capital y una estación de ferrocarril, perfectos ejemplos de los menos agraciado de la arquitectura contemporánea.
En junio de 2008 había planteado una propuesta parlamentaria para cambiar el nombre de la ciudad a “Nursultán” La idea fue rechazada por el modesto presidente, quien aclaró: “de ninguna manera en este momento… en todo caso la decisión de cambiar el nombre de la ciudad debería ser para las generaciones futuras”. Pero en una democracia tan avanzada como la de Kazajistán de nada sirven los caprichitos del gobernante cuando pretende obstruir a la voluntad popular. Un buen día los diputados cumplirían a cabalidad su mandato, harían valer su inapelable soberanía y le darían un rapapolvo al presidente rebautizando a Astana como “Nusultán”, faltaba más. ¡Y sucedió! En 2019 Nazarbáyev, con su salud gravemente disminuida, intempestivamente decidió renunciar y entregar la presidencia a uno de sus más distinguidos lacayos, un señor de nombre Kassym-Jomart Tokáyev Una de las primeras acciones del nuevo presidente fue pedir humildemente al Congreso sancionar el ansiado cambio de nombre de la capital de Kazajstán en honor al Parde de la Patria. Así, Astana pasó a llamarse Nursultán.

El expresidente conservó una enorme influencia como jefe del partido gobernante (Llamado Partido de la Luz de la Patria) y presidente del Consejo de Seguridad. Este tándem funcionó aparentemente sin problemas durante casi tres años, aunque los conocedores informaban de eventuales tensiones entre los dos líderes. Y, de repente, ¡la debacle! En los primeros días de este año Kazajistán se enfrentó a sangrientos disturbios en protesta contra una enorme subida en los precios del combustible. La represión fue brutal. Murieron más de 230 personas. Por cierto, en la masacre participaron tropas rusas enviadas por un siempre amable vecino: Vladimir Putin. En medio de este desorden, Tokáyev vio una oportunidad repentina para hacer añicos los pilares del sistema de poder dual. Despidió a todo el gobierno, anunció la destitución de Nazarbáyev de la presidencia del Consejo de Seguridad y sometió a juicio a varios de sus excolaboradores por, supuestamente, haber orquestado un intento de golpe de Estado. En junio, los kazajos votaron en referéndum despojar de sus títulos y privilegios a Nazarbáyev y, como golpe final, en septiembre Tokáyev acató una decisión parlamentaria de regresarle a Astana su nombre original. Sí, Nursultán dejó de ser “héroe epónimo” a petición de quienes con tanta ansia habían bregado poco antes por ponerle a su ciudadsota el nombre del Padre de la Patria. Omnis gloria caduca est.