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miércoles 11 diciembre 2024

No es el azar, Darling, son mis papás

por América Pacheco

Mi nombre es América Pacheco, nací en la ciudad de México el 8 de agosto de 1976 y la génesis de mi arribo a este mundo -así como el rítmico andar de mis pasos a lo largo de cuarenta años- son prueba irrefutable de que el azar es un prodigio que sirve para colocarnos en rutas enigmáticas, en las rutas precisas. El azar ha rondado mi existencia desde antes de siquiera tener memoria.

Mis padres se conocieron a consecuencia de una mala broma en la estación del metro Hidalgo. Elva -mi madreusó el transporte público esa noche después de meses de no hacerlo, porque el día anterior había reñido con el hombre que se convertiría en su esposo en la primavera siguiente. Víctor -mi padre- jamás tuvo que haber entrado al vagón del metro, ya lo había perdido, de hecho. Pero haciendo uso de la constitución física que lo distingue abrió las puertas del mismo modo que Moisés abrió el Mar Rojo con su bastón. Como si en el interior del vagón lo estuviera esperando algún premio. Como si supiera.

Se conocieron gracias a que las puertas no se abrieron solas. Y bien pudieron no hacerlo.

Todos en el vagón fueron testigos del punch de sus bíceps. Tradujo la sonrisa de la guapa morena vestida con la bata blanca, como un coqueteo mal disimulado. Lo que el casquivano de mi padre ignoraba, es que la chica ni siquiera se había percatado de la existencia del güero de rancho fortachón, ella reía con dos gemelos que se encontraban sentados delante de ella. Ella se bajó en el metro Tlaltelolco y él corrió atrás de ella para acosarla con preguntas enfadosas. A partir de esa noche se vieron las 180 subsecuentes sin siquiera tocarse, nunca fueron novios, pero contrajeron matrimonio seis meses después del evento vergonzoso de la puerta del vagón.

Pero la coincidencia no termina ahí. Mi padre, en aquellas épocas, salía en plan de romance formal con una hermosa chica y compañera de trabajo quien era hermana nada más y nada menos que del prometido de mi madre.

A veces me pregunto qué será de la vida de aquellas pobres almas que estuvieron a punto de contraer nupcias con mis progenitores y que este par de enajenados dejaron atrás con los planes de boda y el corazón destrozados.

Haciendo un ejercicio de memoria, doy fe y testimonio que las personas más importantes de mi vida no llegaron por la ruta tradicional, es decir, no hubo un interlocutor que nos presentara formalmente, como lo hace la gente bien nacida. La gente más querida de esta villana, rebotó en mi puerta como pelota de ping pong. Giraron por la calle que no debían para socorrerme o salvarme de alguna tragedia. Me levantaron del asfalto en una de mis múltiples caídas, rescatándome de romperme el cráneo o de ser atropellada. Me dieron la bienvenida en ese trabajo cuyo responsable de reclutarme no fue el departamento de RH; lo hizo la casualidad. Estuvieron sentadas en alguna mesa en aquel desayuno al que asistí de último minuto -y no del todo convencida-, cuando tenía asuntos importantes que resolver. Me buscaron para avisarme que -sin dolo- se habían quedado con mi cambio de los cigarros, la noche que -a regañadientes- accedí a ir al cumpleaños de un perfecto desconocido que a la postre se convertiría en mi marido. Los mayores aciertos, las decisiones que me hinchan de orgullo, las de suma valía, han sido auténticos portentos accidentados. Soy el burro que tocó la flauta siempre, en todo.

Pocos días antes realizar un viaje que me traería consecuencias irreversibles, recibí un regalo espléndido: un paquete literario que incluía montones de libros de Paul Auster. Días después recibí por parte de un ilustrísimo afecto el último ejemplar que faltaba en mi colección personal del mismo autor. El día que hice la maleta para embarcarme en la nueva aventura, fiel a mi costumbre de ir desfasada, tomé –al azar– tres libros de la pila donde se amontonan con frecuencia los pendientes de lectura. Sin prestar atención en títulos, introduje en el maletín de mano que lucieran fitness. Un celular avión perdidos en combo, un fallido debut al mundo de la diabetes por causales atribuibles a sobresaltos e innumerables ramilletes de vergüenzas después, me acomodé aliviada en el asiento del avión para respirar sin taquicardia después de 24 enajenadas horas de tensión apocalíptica. Respiré hondo. Ya nada podía salir mal, finalmente me dirigía a cumplir la misión encomendada. Abrí el maletín y saqué los tres libros. Cuando los tuve frente, noté que todos pertenecían a Paul Auster.

Elegí como primera lectura El cuaderno rojo, breve compendio de narraciones anecdóticas que documentan coincidencias experimentadas por el autor o gente estrechamente cercana a él. Justo Navarro, realizó un entrañable prólogo acotando que la característica más notable en este trabajo literario, es el solvente manejo del “idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias, el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en destino”. Auster se obsesionó con estos prodigios a causa de un peculiar incidente sufrido en su adolescencia, en un campamento escolar. Paul y Ralph caminaban en grupo a un medio metro de distancia uno del otro durante una expedición al bosque, de pronto, una tormenta eléctrica cayó sobre sus cabezas. Sus guías pidieron a los chicos hicieran una fila para atravesar la alambrada que los conduciría a un claro cercano con el afán de salvaguardarlos de las peligrosas lanzas provenientes del cielo. Mientras Ralph pasaba bajo la valla de alambre, cayó un rayo. Ralph se desplomó frente a la turba aterrorizada de chiquillos. Pero ninguno como Paul. Medio metro lo salvó de ser alcanzado por el rayo que mató a Ralph frente a sus ojos. Existen altas probabilidades de que Ralph pudo haber alcanzado prosperidad en el camino de su hipotética larga vida, nunca lo sabremos. En su lugar, el chico Paul vivió para contarlo y convertirse –dicho sea de paso– en uno de los autores más importantes de la narrativa norteamericana actual.

He acabado de escribir mi primer libro de crónicas, que, más allá de representar un breve compendio de aventuras y experiencias personales durante poco más de un lustro de viajes, es un collar de perlas hilvanadas con el finísimo hilo de oro del azar. Hoy, mientras escribo estas líneas, reflexiono que además del caudal de experiencias adquiridas a consecuencia de la fortuna de perder días como guantes, a ese giro de tuerca en términos de tiempo, espacio, causa y efecto; es inevitable pensar que estos accidentes son necesarios para desatar la teoría del caos. Al rediseñar nuestros planos perfectos de vida, dejándonos llevar por las notas sinfónicas del azar. Una nueva trayectoria a modo de adagio, recompone los errores que creíamos que lo eran, para reconfigurar el lenguaje musical de cualquier melodía que pudo sonar desangelada, extraña o a destiempo. Ahora sé, sin temor alguno a lo que venga, comprendo que la intervención de cada individuo en la composición del medio ambiente es lúdica, creativa e inacabable. Que sin querer o desear, somos transeúntes temporales de los caminos, avenidas, túneles, escaleras y estrechos senderos; estamos aquí y ahora para bordar, tejer y estampar en complicidad millones de caóticas historias. Nuestro mundo, es un misterio azaroso.

Auster, en su carácter de impecable artífice de la eventualidad narrativa, cazador de coincidencias y mi padrino mágico; me ayudó como nadie a revalorar a mi tan vapuleado bad timing (se acabaron mis quejas por arribar a deshora a lo que más he deseado o amado en la vida). Además de ratificar mi postura que afirma que el hubiera no existe, porque sencillamente es una puerta que no abrimos o no alcanzamos abrir a buen tiempo, al fin entiendo que mi percepción ha estado equivocada durante años: no es que invariablemente llegue tarde a todo, a todos. Más bien, siempre llego demasiado pronto al hall del azar.

Quizá no les importe, pero la música ambiental y el té que se sirve en tan confortable salón, son exquisitos. Y los pasillos lucen sendos retratos de mis padres, sonriendo, felices ante el altar.

Salud

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