En la historia reciente de México ningún político había concentrado tantas expectativas como Andrés Manuel López Obrador. Millones de personas, poco más de treinta, sufragaron por él tras una estela enorme de ineficacia y corrupción dejada por las administraciones anteriores, en particular desde Vicente Fox quien, en su momento, también concentró las ilusiones de millones de mexicanos que, así, votaron por un político distinto al PRI por primera vez en la historia de nuestro país. El político tabasqueño accedió a la presidencia precisamente por la falta de credibilidad de los gobiernos anteriores (cuando de por sí el desgaste en el ejercicio del poder es inevitable) y por una estrategia de campaña al fin exitosa, luego de dos intentos fallidos por acceder al máximo cargo de México. López Obrador capitalizó el hartazgo por la corrupción e hizo de este una de sus principales banderas de lucha, dentro de un maremagnum de propuestas que prometían prácticamente cualquier cosa, según el auditorio en el que se encontraba.
Sin embargo, el goce multitudinario por el triunfo electoral de un político con perfil populista muy pronto se ha transformado en decepción, como lo muestra la caída de su popularidad de acuerdo con las encuestas. Y no se trata del natural desgaste en el ejercicio del poder ni es sólo la distancia existente entre el deseo y la realidad, se trata sobre todo del engaño en que incurrió López Obrador no sólo al prometer acciones imposibles sino porque aquellas que son posibles las ha pisoteado, en todos los órdenes, lo mismo al desmantelar políticas de apoyo a sectores sociales emprendidas por administraciones anteriores que para dejar en el desamparo a millones de mexicanos sin medicamento y, en particular, a los niños con cáncer que no tienen acceso a medicinas. Pero incluso, en un escenario aún peor, el gobierno se ha atrevido a negar el desabasto.
No hay un sólo tema dentro de la administración pública en donde estemos mejor, más bien en todos éstos los números son desalentadores, dramáticos y muy preocupantes. Durante estos dos años los medios hemos registrado el incremento de la violencia en general y en particular contra las mujeres (a quienes el presidente ha ignorado); también difundimos la libertad de operación de grupos criminales y los muy bajos índices de crecimiento que alertan precisamente a una recesión económica. Y, en medio de todo esto (y más) los embates del gobierno contra la prensa son ya una encomienda cotidiana.
A dos años de la elección, no hay nada que festejar. Al contrario. Los ataques sistemáticos contra organismos autónomos y, en particular, contra el INE, han encendido las luces de alarma en amplios sectores sociales porque, si el gobierno logra asaltarlo, significará un gran retroceso en las luchas en favor de las contiendas electorales limpias en el país. La democracia está en riesgo.