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Despertó asustado, como siempre lo hacía después de que había bebido en exceso. Miró el techo amarillento y un viejo ventilador con aspas de madera que revolvía el bochornoso calor de ese pequeño cuarto.

“¿Dónde es esto?”, se preguntó al tiempo que se abría una puerta de plástico azul y una hermosa morena le decía, jubilosa, mientras terminaba de sacar sus rizos:

–Despertaste, papi.

Él la miró asombrado; no recordaba haber conocido a esa mujer, no se acordaba de nada.

La joven, sonriente, se le acercó y le dijo:

–Lo de anoche estuvo fantástico; en mis siete años en el ambiente, jamás había sentido lo de anoche; y ese oral fue espectacular, fantástico.

“¿Oral?”, pensó él, “No puede ser, si ni los tacos de afuera del Metro los como por temor, ¿cómo le pude hacer un oral a esta mujer que no conozco?”.

–¡Fue fantástico! –repitió la chica–. Jamás lo había sentido –asentó jubilosa, mientras peinaba sus rizos oscuros.

Foto: Erwin Olaf

Él comenzó a recordar que había retirado dinero de un cajero camino a la terminal de los ADO, y que, ya en ante la taquilla, había pedido al encargado que le diera un boleto para la próxima salida: “Acapulco”, dijo el empleado. Recuerda que los vigilantes no se percataron que llevaba dos botellas de mezcal. Se pregunta cómo no lo bajaron a medio camino porque, ya alcoholizado, se puso a cantar viejos corridos que su padre le había enseñado mil años antes. Así, Agustín Jaimes murió por andar de enamorado, Rosita por no bailar con un imbécil; mataron a Lucio Vázquez por no obedecer a su madre, al igual que Simón Blanco, y la cárcel de Cananea se le antojaba mejor que las actuales.

–¿Dónde es aquí? –le preguntó a la morena.

–Puerto Marqués, ¿dónde más? –respondió festiva la chica.

“Puerto Marqués”, pensó él, “está cerca de Acapulco, ¿hasta acá vine a dar?”, se preguntó, asombrado todavía.

–Ahí te dejo una ensalada de atún –dijo la muchacha–. Quería hacerte un caldito, pero no hay las condiciones. También quería ofrecerte una Modelo bien fría, pero no hubo. Acá quedó un poco de lo que trajiste –le dijo ella, sirviendo en un caballito los últimos restos de mezcal de una botella transparente.

–Voy a un asunto, rápido, y regreso. No te vayas, por favor –dijo ella suplicante, antes de cerrar la puerta y dejar su perfume, réplica de Carolina Herrera.

“Le hice un oral. Jamás en mi vida lo haría en juicio”, pensó él, “y todo indica que le encantó”.

Observó la habitación; las paredes sin consciencia de tantas veces que había sido pintada. Un ventilador cuyas refacciones ya no se encontrarían en las tiendas. Un refrigerador viejísimo, unos cuantos vestidos y un estante repleto de maquillaje barato. Él seguía asombrado; jamás en su vida habría pagado por una prostituta y mucho menos le habría lamido el sexo. ¡Ese maldito mezcal! “Fue eso”, culpó.

Percibió la miseria de ese hotelucho y se admiró de que la chica tuviera un sentimiento ingenuo hacia él.

Tomó un trago del mezcal y sintió pena por ella.

Bebió otro y sintió pena por él….

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