Para el filósofo Federico Nietzsche, era “la persona más inteligente que he conocido”, la heredera perfecta de su filosofía, “la mejor y más fructífera tierra de labranza” para sus ideas.
Para el poeta Rainer Maria Rilke, era una “mujer extraordinaria” sin cuya influencia “todo mi desarrollo no hubiera podido tomar los caminos que me han llevado a muchas cosas”.
Y para el padre del psicoanálisis Sigmund Freud, se trataba de “un ser comprensivo por excelencia”.
Dado el calibre de las personalidades que la admiraron, es casi irresistible presentarla con las descripciones que ellos hicieron, a pesar de que es incongruente: pocas mujeres se han esforzado tanto por evitar ser definidas por los hombres en su vida como Lou Andreas-Salomé.
Fue una femme fatale famosa desde temprana edad, aunque fue virgen hasta después de los 30 años.
Estuvo casada durante 43 años pero jamás tuvo relaciones sexuales con su marido.
Fue una mujer intensamente independiente cuyos escritos retaban a los lectores a repensar los roles de los géneros, pero rechazada por las feministas.
Pero sobre todo, en una época en la que los filósofos se preguntaban sobre nuestro lugar en el cosmos, los escritores cuestionaban las normas sociales como nunca antes y los científicos descubrían espacios desconocidos en la mente humana, Lou Andreas-Salomé fue un puente entre los mundos de la filosofía, literatura y psicología.
Lou
Lou empezó a perder la fe cuando era niña en Rusia, entre otras cosas porque Dios no respondió a sus preguntas sobre por qué un par de muñecos de nieve desaparecieron repentinamente bajo el sol, como relata en su “Mirada retrospectiva”.
También perdió a su amado padre, cuando era adolescente, y su crisis de fe se ahondó.
Pero no perdió la razón; siempre entendió la importancia de la religión.
Solo que fueron otros, particularmente el filósofo neerlandés Baruch Spinoza y el alemán Immanuel Kant, los que empezaron a darle las respuestas que tanto buscaba.
Había nacido en 1861 en San Petersburgo en el seno de una familia de expatriados alemanes protestantes, y era la menor y única mujer de seis hijos.
Decepcionada con las enseñanzas del pastor protestante ortodoxo de su familia, prefirió estudiar con su opositor, Hendrik Gillot, también protestante pero poco ortodoxo, liberal e inteligente.
Con él profundizó sus conocimientos de historia, religión y filosofía, y encontró la vida espiritual que anhelaba, así como la perspectiva de un mundo libre de cadenas y convenciones.
Pero, a pesar de ser 25 años mayor que ella, casado y padre de dos hijos de la misma edad que su alumna, fue el primero de sus mentores quien se enamoró de ella al punto de que le propuso matrimonio.
Decepcionada, la joven Lou le respondió con un firme “no”.
Himno a la vida
A finales de 1880, dejó Rusia acompañada de su madre para ir a estudiar teología, filosofía e historia del arte en la Universidad de Zúrich, una de las pocas en Europa que recibía mujeres.
Pero en el verano del año siguiente tuvo que dejar de asistir a las conferencias porque empezó a expulsar sangre al toser.
Aunque sabía cuán peligrosa era su enfermedad, a sus 20 años Lou quería devorarse la vida, un sentimiento que plasmó en su poema “Himno a la vida”.
Años después se lo regalaría a Nietzsche y él lo musicalizó.
El filósofo alemán fue una de las personas que conocería, en Italia, a donde fue por consejo médico.
Salomé
Salomé llegó a Roma con una carta de recomendación de uno de sus profesores en Zúrich para la escritora alemana Malwida von Meysenbug, una personalidad muy conectada con el círculo intelectual y artístico europeo.
Entre ellas se desarrolló una profunda amistad, y en su casa empezó una de las fases más decisivas de su vida.
Ahí conoció al filósofo positivista Paul Rée quien, flechado por Salomé, le escribió a su amigo Nietzsche acerca de ella.
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