Nos encontramos en un verano bastante especial, pero ni la nueva normalidad ha podido rebajar la presión que sentimos (especialmente las mujeres) y que nos hace adoptar rutinas descabelladas con tal de lucir un cuerpo de escándalo. Pero el ideal de belleza que persigue la “operación bikini” es subjetivo y cambiante. Y, en otras épocas, las sílfides que hoy tenemos como referentes habrían recibido la más absoluta de las indiferencias, tal y como ha reflejado el arte. A continuación, te ofrecemos un viaje por la historia de la belleza y cómo ha quedado inmortalizada para la eternidad.
La atracción por lo bello es una cualidad intrínseca en el ser humano. Desde los tiempos más remotos, los humanos crearon su propio canon que fue cambiando y evolucionando a lo largo del tiempo. Durante mucho tiempo se pensó que las venus paleolíticas, estatuillas que representaban mujeres anónimas de caderas anchas y pechos grandes, encarnaban el ideal estético de la época, las preferencias de los hombres prehistóricos, teorías que se acabaron descartando. No podemos saber a ciencia cierta la utilidad de estas estatuillas, pero todo parece indicar que estarían relacionadas con la fertilidad femenina.
Lo que sí conocemos con toda seguridad es el canon que se desarrolló en la zona de Egipto, donde la belleza estaba directamente ligada con la armonía y la proporción. Para que se la considerara un bellezón, una mujer egipcia debía ser delgada, con el pecho pequeño y las caderas anchas. Los egipcios fueron muy amigos de las joyas y el maquillaje, aunque los motivos que empujan al uso de este último no fueron meramente estéticos, ya que servía de insecticida y de protector solar. Para los ojos, por ejemplo, hacían uso del khol, que no solo embellecía sino que servía de colirio. Además, en el antiguo Egipto la depilación estaba a la orden del día y se practicaba sin distinción de géneros. Todas estas costumbres se ven reflejadas en el busto de Nefertiti, esposa real de Akhenatón, cuyo nombre significa literalmente “la bella ha llegado”.
La atracción por lo armónico y lo simétrico se mantuvo en la antigüedad clásica. Los griegos relacionaron la belleza de forma directa con la proporción matemática y la llevaron hasta el extremo. Aunque no se podía esperar menos de una civilización capaz de acometer imperfecciones intencionadas para conseguir la armonía visual, como hicieron en el Partenon. Los cálculos matemáticos también se aplicaron a las proporciones del cuerpo humano, estableciéndose su perfección al tomar la cabeza como medida: un cuerpo perfecto equivalía a siete cabezas (así lo estableció Policleto), que más tarde pasó a ocho. La belleza femenina pasaba por la robustez, los senos pequeños, el rostro ovalado y el cabello ondulado y recogido, tal y como representa la Venus de Milo.
La llegada de la Edad Media trajo un cambio radical en la concepción del ideal estético: la fuerza que adquiere el cristianismo relaciona lo bello con lo espiritual, ya que lo que verdaderamente importa es la salvación del alma. El ideal de belleza femenina medieval se correspondía con mujeres de cabello rubio y largo, cuerpo delgado y manos pequeñas. Al contrario de lo que ocurre hoy, la piel blanca era un ideal, ya que se relacionaba con la pureza y condición virginal de las doncellas. En el caso de los hombres, ser guapo estaba directamente ligado con tener el porte de un auténtico caballero.
Aunque sin olvidar el recuerdo medieval, el Renacimiento llega y fija su mirada en la antigüedad clásica. Ahora la belleza femenina sigue asociándose con la tez blanca y el cabello rubio, pero las formas corporales ideales se tornan cada vez más redondeadas, ya que se asocian con la salud y fertilidad. Simonetta Vespucci, musa de Botticelli y protagonista de su Nacimiento de Venus, es un buen ejemplo del tipo de belleza que se persigue en esta época. Además, es ahora cuando se recupera el culto al cuerpo clásico, por lo que la desnudez y la sensualidad están a la orden del día en el arte. Así, se persigue la proporción matemática y la perfección formal, tal y como demuestran los estudios anatómicos de Leonardo da Vinci y su culminación en el Hombre de Vitruvio.
Pero el triunfo de la curva llega, como era de esperar, en el Barroco. El canon femenino adquiere ahora una visión mucho más natural, en el que la celulitis y los cuerpos entrados en carnes están a la orden del día, como sinónimo de salud y posición social. Los desnudos de Pedro Pablo Rubens son el ejemplo más fiel del tipo de formas corporales que persigue este periodo. Comparar su versión de Las tres gracias con la de Lucas Cranach el Viejo, artista del Renacimiento pleno, nos deja comprobar cómo efectivamente la forma en la que ambos imaginan la figura femenina ideal es muy diferente.
Además, el Barroco inicia el periodo de lo coqueto y lo pomposo, popularizándose en lo relativo a la moda el uso de pelucas y abundante maquillaje tanto entre hombres como entre mujeres. Esta pomposidad se llevará al extremo con la llegada del Rococó, aunque con mayor ligereza que en el periodo anterior. Y así lo ejemplifican las pinturas de Francis Boucher: ni siquiera se necesita colocar su Baño de Venus junto alguna representación de la diosa en época clásica para percatarse al instante de las diferencias a las que nos referimos.
A todo esto, entra en juego el corsé, un elemento de la moda femenina que prácticamente llegó a convertirse en una auténtica pesadilla para aquellas que lo portaban. Aunque sufrió un breve declive, a finales del siglo XIX reaparece y gana mucha fuerza. Lo incluimos en este viaje por el ideal estético (muy especialmente el femenino) porque llegó a modificar el cuerpo de las mujeres, adaptándolo de forma extrema. En este sentido, destaca el canon de las Gibson Girls, marcado por el ilustrador satírico Charles Dana Gibson, que respondía a mujeres de cuerpos atléticos y cinturas especialmente estrechas. Lo que empezó como una sátira, acabó por convertirse en el ideal estético femenino en Estados Unidos y Canadá.
Desde entonces, los cambios en la concepción de la belleza femenina han sido casi constantes. El siglo XX llegó repleto de nuevos ideales: desde de las flappers de los años 20, mujeres revolucionarias que vestían ropa cómoda y solían ser especialmente delgadas, a las curvas en los años 50, con Marilyn Monroe en las pantallas de cine como referente indiscutible. A partir de los años 60 hasta llegar al ahora, el ideal parece haberse asentado en la progresiva delgadez, hasta extremos criticados en muchas ocasiones como excesivos.
Ver más en El País