Seamos comprensivos: ninguna familia resistiría el foco permanente sobre cada uno de sus miembros, ni siquiera sobre los que parecen ejemplares. Ya lo dijo Colin Firth cuando interpretó a Jorge VI en aquella maravillosa El discurso del rey: a mis antecesores les bastaba montar a caballo con prestancia, aún no había nacido la radio y, con ella, la era en que la voz también iba a llegar a sus súbditos y no solo su estampa.
El supo convertir la mala suerte de su tartamudez en tiempos de radio en fortaleza, en rasgo de superación paralelo al que tenía que hacer el país entero en esos años aciagos.
Hoy, la mala suerte de la monarquía es superar, no la tartamudez, sino la propia contradicción que alberga una institución basada en los genes familiares en tiempos, no de radio, sino de paparazis, redes sociales, información veloz y escrutinio público capaces de dejar al descubierto las porquerías domésticas. Nos suena mucho.
La cuarta temporada de la serie The Crown es la mirilla por la que podemos contemplar la soledad de Diana en un matrimonio que no había desarbolado la relación de Carlos con Camila Parker Bowles, la rigidez familiar y la impenetrabilidad del muro que separa la apariencia de la realidad.
Ver más en El País