La víctima entró con cinco hombres de madrugada en un portal desconocido, donde le bajaron las bragas y empezaron a mantener relaciones sexuales con ella, ante lo que se sintió “impresionada y sin capacidad de reacción”, con “un intenso agobio y desasosiego, que le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, determinándole a hacer lo que los procesados le decían que hiciera, manteniendo la mayor parte del tiempo los ojos cerrados”. En dos vídeos, la joven aparece “agazapada, acorralada contra la pared por dos de los procesados”, y expresando “gritos que reflejan dolor”. En otras imágenes “se manifiesta la situación de sometimiento y sumisión de la denunciante a la voluntad de los procesados”, mientras uno de ellos hace un gesto de “jactancia, ostentación y alarde”.
Los entrecomillados forman parte de los hechos probados y los fundamentos jurídicos de la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Navarra en el conocido como caso de La Manada, y hecha pública el jueves. Los magistrados han condenado a los autores por abuso sexual y no por violación, como pedían la fiscalía y las acusaciones particular y popular, lo que implica que no aprecian que en los hechos exista violencia ni intimidación. Sí consideran que el consentimiento estuvo viciado, y por eso condenan a los procesados, por haberse prevalido de una situación de superioridad manifiesta sobre la víctima.
Tanto los abusos como las agresiones sexuales son atentados contra la libertad sexual de otra persona. Si hay violencia o intimidación se consideran agresión —castigada en su tipo básico con penas de uno a cinco años de cárcel—; si no los hay, abusos —penados con prisión de uno a tres—. Ambos recogen como subtipo agravado que se haya producido penetración (vaginal, anal o bucal, o a través de objetos), pero solo se considera violación jurídicamente cuando se trata de una agresión sexual.
No hay violencia ni intimidación según la sentencia
¿Por qué los jueces no creen que haya habido violencia? La sentencia señala que, según la jurisprudencia del Tribunal Supremo, esta exige que se haya producido una agresión física con fuerza para doblegar la voluntad de la denunciante, algo que consideran que no ha quedado acreditado.
Sobre la intimidación —que es el asunto clave en este caso—, señalan que la jurisprudencia la define como “constreñimiento psicológico, consistente en la amenaza o el anuncio de un mal grave, futuro y verosímil, si la víctima no accede a participar en una determinada acción sexual”. “En las concretas circunstancias del caso”, argumentan los jueces, “no apreciamos que exista intimidación”. Es decir, se basan sobre todo en lo que el Tribunal Supremo entiende por intimidación, y defienden que no se cumple por no haber una amenaza directa.
“Por el contrario, estimamos que los procesados conformaron de modo voluntario una situación de preeminencia sobre la denunciante, objetivamente apreciable, que les generó una posición privilegiada sobre ella, aprovechando la superioridad así generada para abusar sexualmente de la denunciante, quien de esta forma no prestó su consentimiento libremente sino viciado, coaccionado o presionado por tal situación”. Con esta argumentación condenan a los procesados a una pena de nueve años de cárcel por abusos sexuales agravados, con penetración.
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