Diego (nombre ficticio) no quiere sorpresas y pone las cartas sobre la mesa desde un principio: “Si alguien pregunta, esto es un restaurante”, dice el mesero a sus clientes. Hasta ese momento, el bar donde trabaja había seguido todo el protocolo contra la covid-19 al pie de la letra, así como otros rituales que surgieron con la pandemia. Ahí están los tapetes sanitizantes (desinfectantes de calzado), los termómetros digitales en forma de pistola, los dispensadores de gel hidroalcohólico. Solo hay una condición fuera de lo normal para entrar: “Necesito que me permitas tu celular”, pide uno de los guardias de seguridad, al tiempo que despega dos pequeñas etiquetas blancas, una para cada cámara del teléfono. “Chavos, por favor, nada de fotos cuando entren”.
Ya han pasado las 10 de la noche y solo queda un par de mesas en la terraza con clientes que están a punto de pagar la cuenta para terminar de beber copas y moverse a otro lugar. Adentro, los empleados ya han bajado las cortinas negras y el “restaurante” de Diego está en plena metamorfosis. “A partir de las 11 empieza lo bueno, van a ver cómo se va a poner esto”, anticipa Nina, la capitana de meseros. Al punto de la hora, visto desde fuera, el bar está muerto y oficialmente cerrado. Tras bambalinas, las botellas llegan entre bengalas y cofres de madera, el vapor de las pipas de agua se cuela en los pasillos abarrotados y los remix de canciones de los ochenta y noventa retumban contra las paredes. Los únicos que llevan mascarilla son los miembros del personal de servicio.
Las discotecas y los centros nocturnos han quedado fuera del plan de reapertura económica de Ciudad de México. En semáforo naranja, el segundo nivel de alerta del semáforo de cuatro colores que estableció el Gobierno federal, los bares y restaurantes pueden abrir, pero con un aforo y horario limitados, y tienen que colocar a la mayoría de sus asistentes en espacios ventilados. La Asociación Mexicana de Bares, Discotecas y Centros Nocturnos convocó en enero a una manifestación en la capital con vasos vacíos, por la pérdida de 300.000 empleos y más de 400.000 puestos de trabajo amenazados en todo el país, según sus propios cálculos. Desde el año pasado, algunos dueños del sector de la comida y las bebidas preparadas abrían en secreto para atender a amigos y familiares, aunque las cuentas difícilmente salían. Este último mes, varias publicaciones en redes sociales dieron cuenta de la última rebelión de los antros, como se les conoce en el país, contra la prohibición de las autoridades. Y los vasos se volvieron a llenar.
“Abrimos hace dos o tres semanas”, cuenta Gerardo, uno de los socios del lugar, que levanta los brazos para mostrar que el bar está a reventar. “Vamos muy bien, gracias a Dios”, agrega, mientras camina con una camisa ligeramente entreabierta con la imagen de la virgen de Guadalupe, “el staff nos lo pedía, ya no podían esperar más”. El bar abrió en Santa Fe, la zona más moderna de la capital, que alberga rascacielos y vecindarios con un índice de desarrollo similar al de Alemania y algunos de los barrios más marginados de la ciudad. Gerardo es menos histriónico cuando explica la decisión de los dueños de volver al negocio. “¿Cuántas chicas de esa mesa ya se han ido a vacunar a Houston?”, dice después de lanzar la pregunta retórica, “esta gente tiene mucho dinero y van a seguir saliendo y gastando con o sin pandemia. Si lo hacen, que lo hagan aquí”.
No son los únicos. En la misma plaza, un conocido club nocturno ha abierto por segunda semana consecutiva. No hay publicidad ni anuncios oficiales, pero la voz se corrió rápido. Para llegar ahí hay que atravesar la cocina y salir por la puerta trasera del primer bar. La entrada es por el estacionamiento, donde se ha replicado todo lo que hasta el año pasado se veía a pie de calle: la llamada cadena, los filtros de seguridad y el desfile de coches de lujo y vehículos escolta.
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