El último día del año fue también el último día del Sistema de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular. A principios de agosto del año pasado seis ex secretarios de Salud firmamos un comunicado público que sugería, entre otras cosas, diálogo, mejor diagnóstico, periodos más amplios para planear e implementar con mayor precisión. No fuimos escuchados.
Desapareció el Seguro Popular y el primer día de enero de 2020 amanecimos con el nuevo Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI). Este nace con múltiples defectos, sin reglas de operación, sin manuales, sin una planeación detallada de su implantación, sin una fase piloto de prueba y sin mayor presupuesto. Por tanto, hay muchos vacíos que generan incertidumbre y esto trastoca la operación diaria. Algunos puntos:
1) Incertidumbre para el sistema en materia de financiamiento. El Seguro Popular generaba certeza en el financiamiento. Dos eran los instrumentos esenciales para lograrlo. Por un lado, 89 por ciento de los recursos del sistema se transfería a las entidades federativas, para que éstas pudieran operar los servicios de consulta de primer nivel y la hospitalización general de segundo nivel. Con esos recursos, las entidades podían planificar su presupuesto para garantizar la atención integral en estos dos niveles a toda la población afiliada. Ello se completaba con un esquema derivado de cuidadosos estudios actuariales para financiar la atención de alta especialidad (SIDA, la mayoría de los cánceres, cuidados intensivos neonatales y un largo etcétera), el Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos, el cual se financiaba con 8 por ciento del total de los fondos, que cada año y a lo largo del tiempo se iba depositando a nombre y cuenta de los afiliados. Hoy hay incertidumbre en ambos instrumentos, las entidades federativas no saben cuántos recursos van a recibir y por tanto no pueden planear el año. Las instituciones de alta especialidad no saben si el INSABI les seguirá pagando como solía hacer el extinto Fondo o si ahora deben cobrar cuotas a los pacientes.
2) Incertidumbre para los pacientes. Antes la persona se registraba y contaba con una póliza de afiliación; conocía además cuál era el catálogo de los servicios específicos a los que tenía derecho. Esos dos instrumentos generaban exigibilidad. Hoy no hay póliza, tampoco catálogo; sólo se ha prometido todo para todos, pero el presupuesto real se ha reducido. Se pasó de una certeza, sin duda con muchas oportunidades de mejora, a una ilusión demagógica.
3) Incertidumbre para la operación de las entidades federativas. La actual reforma prevé que se recentralicen los servicios a través de convenios entre federación y entidades. Actualmente, la responsabilidad por el otorgamiento de servicios de primer y segundo nivel es de los estados. Sin embargo, éstos todavía no tienen claro en cuánto tiempo se dará paso a la absorción de responsabilidades por parte del INSABI, ni cómo se realizará, ni si será total o parcial.
4) Incertidumbre para las y los trabajadores de la salud. La recentralización contempla la absorción por parte del INSABI del personal médico, de enfermería y administrativo. Hoy son trabajadores al servicio de los sistemas de salud en las entidades federativas. ¿Cuándo ocurrirá esta centralización, se garantizarán sus derechos laborales, quién emitirá su cheque y bajo las órdenes de qué estructura se encontrarán?
Los puntos anteriores son sólo una primera pincelada de la incertidumbre que priva en el arranque de una reforma mal concebida y pobremente planeada. Para valorar el riesgo que se enfrenta, conviene recordar la escala a la que opera el sistema público de salud: cada día se atiende a un millón de mexicanos, se otorgan 900 mil consultas, nacen 4 mil 500 niñas y niños, se realizan 12 mil cirugías. Por tanto, la alteración operativa de los servicios perjudica a millones de personas con consecuencias potencialmente devastadoras para su salud, su sobrevivencia y su estabilidad económica.
Por el bien de las personas más vulnerables, sugerimos mantener las reglas del Seguro Popular mientras no existan las del INSABI, definir con claridad un calendario de transición, asignar recursos realmente adicionales, restablecer los fondos para seguir cubriendo la atención de alta especialidad sin elevar el cobro a los usuarios, iniciar un proceso de evaluación continua que permita introducir los ajustes necesarios y retornar a la fructífera práctica de basar las políticas públicas en evidencia. De lo contrario, la incertidumbre avizora una crisis que puede acarrear muertes de pacientes y dolor irreparable en una sociedad a la que le urge sanar.
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