Me topé con una pequeña pero sustanciosa discusión tuitera sobre la TV pública, es decir, sobre la televisión del gobierno, que es, en realidad, lo que disfrutamos –es un decir– hoy en día. La discusión giraba en torno a la pregunta que cualquiera que haya caído recientemente en, digamos, Canal Once tiene que hacerse: ¿habíamos visto alguna vez semejante aberración? La respuesta es no.
En efecto, Imevisión, en sus tiempos, tuvo incluso la capacidad de pelearle las audiencias a la televisión privada, y nos dio maravillas como los varios programas de Víctor Trujillo o a Andrés Bustamante, es decir, nos dio formas en serio provocadoras, inteligentes, del humor. Pero no fue solo Imevisión. El Once tuvo siempre dosis mínimas de respeto por el cine clásico, los programas inteligentes de debate, la programación diferente y bien pensada para niños. Para no hablar del 22, que tuvo unos primeros años felices con José María Pérez Gay – esas series europeas, ese cine tan otro– y que aun hoy, me parece, nos da unos que otros buenos programas, pese a los recortes de lana y pese al avance propagandístico de la 4T. Debo decir que ahí empecé yo en esos menesteres, gracias a Jorge Volpi, que por esos días era director. Pero no creo que mis afectos determinen mi juicio.
Porque es grave lo que hemos dejado de ver en los canales de gobierno, por falta de dinero y creo que también por falta de curiosidad intelectual de sus mandos, pero es más grave lo que sí vemos. La televisión pública no existe ahora ni existió nunca en México, porque para eso tendría que haber experimentado un proceso de liberación de las decisiones presidenciales, o sea, un proceso de autonomía, que ni esta administración ni las previas quisieron regalarle.
Pero antes había un mínimo de decoro. Hasta el director de canal más obsecuente, y vaya que tuvimos alguno en el sexenio de Peña Nieto, hubiera entendido que no puedes gastarte el dinero de los contribuyentes en programas como John & Sabina, que escribe y coprotagoniza Sabina Berman –lejos de sus años de escepticismo y que bueno, hoy disfruta de la revolución y sus salarios–, pero cuyo tono y carga ideológica parecen marcados por su co-conductor, John Ackerman, uno de los propagandistas más impúdicos del obradorismo, un hábil coleccionista de casas y terrenos, y nada más. Quedará para el recuerdo la fallidísima entrevista que le hicieron a Beatriz Gutiérrez Muller (aunque ninguna mata la de Ackerman con Bartlett, en plan de “Gracias por tanto, prócer”).
Pero es que la constante es esa. Hasta el priismo más ultramontano sabía que era necesario cierto pudor y cierto diálogo con la inteligencia disidente. Se acabó. Estamos en la era del “Ya llegamos y háganle como quieran”. La TV que pagas con tus impuestos no tenía por qué ser la excepción.
Ver más en El Heraldo de México