No se necesitaba ser un mago, un hechizero o un macroeconomista, para vaticinar en 2021 o 2022 que luego de la pandemia (luego del coma autoinducido, del gran confinamiento, que provocó el retroceso de 8 por ciento del PIB) llegarían mejores tiempos, una recuperación del producto y del empleo.
Pues si: ya llegó y lo estamos constatando con datos fiables: la pobreza entre los trabajadores activos por fin, decrece porcentualmente. Si en 2020 alcanzó al 46 por ciento de la población que labora, en 2023 es “solo” del 37.3 por ciento: un salto positivo de casi 9 puntos porcentuales.
Pero bien visto, el problema sigue: la mejor cifra nacional en este sexenio fue de 36.6 durante el primer trimestre de 2020, y todavía hoy, no la hemos podido alcanzar. Y algo más: el universo de trabajadores sigue creciendo y si miramos las cosas en su real magnitud, resulta que hoy existen 37.6 millones de personas laborando en pobreza, mientras que en 2020 había 34.8. O sea: no llegamos al porcentaje mínimo que ya habíamos alcanzado y la masa real de pobres, es mayor.
Comprender esta situación no es tan difícil: la hecatombre pasó, no podíamos sino mejorar y sin embargo, la población sigue aumentando a un ritmo mayor que la economía.
Sirva estos números elementales como marco de comprensión para los comentarios que el ex subgobernador del Banco de México, Gerardo Esquivel y la profesora Viridiana Ríos redactaron en tweeter, recientemente. Aquel escribió: “hay 3.9 millones menos de personas en pobreza laboral”, y la maestra “…hay menos pobres cada día”. Ambas afirmaciones son inexactas porque consideran la población del 2020 y se fijan en el índice económico pero no se compadecen de la necesaria demografía que lo acompaña.
Un dato más: la salida de la recesión autoinducida fue más lenta en México que en casi toda Latinoamerica. Es decir: la celebración de la recuperación, debió ocurrir mucho antes, a mediados de 2021, pero la austeridad nos lo impidió. Loa pitos y globos son tardíos.
Creo ver allí un conformismo con raíces fuertes, por supuesto. Según los estudios de Reinhart y Rogoff, entre 1980 y 2020, América Latina vivió 45 crisis, al menos dos protagonizadas por México (1982 y 1994-95) y de repercusiones mundiales, además de las de 2009 y 2020. Esto quiere decir que el estancamiento o el bajísimo crecimiento son fenómenos bien conocidos, diríamos asimilados y metabolizados por el subcontienente y por nosotros.
Tengo la impresión de que hace rato nos acostumbramos al pasmo, a ese tipo de vida astrosa y conformista que se contenta con evitar la siguiente crisis para, después de un trienio, volver al mismo sitio.
Esta penosa condición política y mental se profundizó durante el sexenio de Zedillo y los gobiernos de la alternancia pero no empezó con ellos, sino que viene de décadas atrás. Desde entonces, el ritmo de crecimiento del ingreso en México perdió velocidad. Hoy (2023) el ingreso per cápita es casi el mismo que el 2015: 143,569 mil pesos al año, ocho años de desperdicio absoluto com informó ayer La Crónica de Hoy (https://bit.ly/43vMngN).
Y tan campantes. Aquí es imposible ver en el gobierno, en los formadores de opinión, en Hacienda, el Banco de México, en las élites empresariales, en la derecha mejor equipada, incluso entre la izquierda, un diagnóstico cargado de la urgencia y la premura que ya casi cuarenta años de parálisis merece. Hablo ya de “una cultura del estancamiento” y es bastante claro que no existe un debate público a la altura del problema.
Este embotamiento intelectual y político ha cuajado entre nosotros, ávidos cazadores de “buenas noticias de este sexenio”.
Pero no: los resignados mexicanos, luego de dos generaciones, no deberíamos permanecer tan cómodos y a gusto chapoteando (material e intelectualmente) en nuestro propio estancamiento.