domingo 07 julio 2024

A un siglo del Putsch de la Cervecería

por Pedro Arturo Aguirre

Se cumplió el pasado 9 de noviembre un siglo de la intentona golpista de Adolfo Hitler conocida como “el Putsch de la Cervecería”, una farsa dirigida por quien entonces era solo uno más de los líderes radicales de la República de Weimar. Nadie podría pronosticar, entonces, que apenas diez años después este sujeto ridículo y su partido nazi obtendrían el poder absoluto en Alemania y levarían a Europa a una guerra mundial. En la noche del 8 de noviembre de 1927 Hitler acompañado de varios de sus principales compinches y de unos dos mil simpatizantes avanzaron hacia la Bürgerbräukeller, donde los principales miembros del gobierno bávaro se habían reunido allí para conmemorar el aniversario de la revolución de 1918, la cual puso fin al imperio alemán. El führer esperaba sorprenderlos y obligarlos a cederle el gobierno regional, y una vez conquistado el poder en Baviera pensaba reunir el suficiente apoyo nacional para marchar sobre Berlín y reemplazar la incipiente democracia parlamentaria con una dictadura. Desde luego, se trataba de un plan absolutamente descabellado, inspirado en la exitosa “Marcha sobre Roma” de Mussolini celebrada entre el 27 y el 29 de octubre de 1922, la cual permitió al Duce hacerse con el mando de Italia. 

Los acontecimientos desencadenados en la República de Weimar durante 1923 convencieron a Hitler de que era posible emular a Mussolini. Tropas francesas y belgas habían ocupado la región del Ruhr cuando Alemania no pudo satisfacer las onerosas indemnizaciones establecidas en el Tratado de Versalles, lo cual propició una desquiciada hiperinflación y una crisis económica generalizada. El clima de inestabilidad desató a la violencia política. Pero los nazis aún no tenían la fuerza suficiente para desencadenar un alzamiento en el conjunto del país. La esperanza de los nazis pasaba por atraer a otros sectores descontentos con el gobierno de Berlín. No era una ilusión del todo vana: facciones conservadoras habían conspirado contra la República de Weimar desde su misma fundación. El principal cómplice de Hitler en el Putsch fue el general ultranacionalista Erich Ludendorff, quien acusaba a los judíos y a los marxistas de ser los responsables de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Se había instalado en Múnich y, como otros políticos conservadores bávaros y exmilitares revanchistas, mostraba simpatías hacia el Partido Nacionalsocialista.

Con Ludendorff de su lado, Hitler confiaba en atraer el apoyo de un buen número de sectores del Ejército y garantizar el éxito de su “heroica” marcha sobre Berlín. De acuerdo con su plan, él sería el jefe del nuevo gobierno y Ludendorff se pondría al frente de las fuerzas armadas. Pero a la hora de la verdad todo salió mal. El general flaqueó y nada salió según lo planeado. También era cierto que los golpistas no tenían claro cuales eran sus objetivos concretos. A medida que avanzaban por el centro de Múnich se encontraron con la policía y las fuerzas militares bávaras. Un intercambio de disparos provocó la muerte de catorce nazis y cuatro policías. El golpe había terminado. Hitler salió levemente herido y fue arrestado. Aunque fue condenado a cinco años de prisión, salió libre poco más de un año después. Todo este sainete debió haber pasado a la historia como un grotesco y olvidable capítulo, pero no fue así. 

Durante su corto tiempo en prisión, el führer comenzó a escribir Mi Lucha. El libro se convirtió en un grito de guerra para su floreciente partido, el cual cambió las estrategias en su lucha por tomar el poder y se centraron en la labor electoral, aunque con resultados no demasiado positivos. El arresto transcurrió en la prisión fortaleza de Landsberg am Lech, al oeste de Múnich, una cárcel con todas las comodidades para presos a quienes no se quería tratar con dureza. La celda era amplia; los guardias, amables; las visitas, numerosas. Y por si todo esto fuera poco la estancia fue apenas de nueve meses. El Tribunal Supremo bávaro le concedió la libertad condicional, pese a la oposición de la fiscalía alemana. Poco después, en 1925, se levantó también la ilegalización que pesaba sobre el partido nazi desde el Putsch de la Cervecería. Sin embargo, pese a los buenos tratos a su persona y a la tolerancia manifestada respecto a su vesánico movimiento, nadie podía augurar el ascenso de Hitler al poder en el momento en que salió de la cárcel. Incluso a principios de la década de 1930, ya que había quebrado Wall Street y Alemania estaba, de nuevo, en medio de otra gran crisis económica, parecía poco probable la llegada de los nazis al gobierno. 

En las elecciones de noviembre de 1932 el Partido Nacionalsocialista ganó la mayor parte de los votos, pero no logró la mayoría absoluta, lo cual los obligó a formar una coalición. Aparentemente nadie quería ver a Hitler en la cancillería, pero el presidente Hindenburg lo nombró contra todo pronóstico… y eso no debió haber sucedido. Fue el estrafalario resultado de burdas intrigas entre bastidores. Muchos politiquillos desempeñaron papeles siniestros, entre ellos el nacionalista-conservador Franz von Papen, quien debió dimitir como canciller en noviembre de 1932 y vio en Hitler la oportunidad de recuperar el poder. Papen persuadió a Hindenburg para que nombrara al líder nazi como canciller para él convertirse en vicecanciller de la coalición. Pensaba, junto con sus correligionarios, poder ser capaz de controlar a Hitler, pero fracasó. En medio de la Gran Depresión los políticos nacionalistas-conservadores alemanes se convirtieron en los arquitectos involuntarios del ascenso de Hitler porque socavaron a la democracia para preservar sus propios intereses económicos. Pero al facilitar un gobierno autoritario subestimaron gravemente las intenciones del dirigente nazi y su capacidad de convertirse en un tirano absoluto y sanguinario. Si no hubiesen seguido este camino, Hitler no habría podido asumir, por decreto, poderes absolutos tras el incendio del Reichstag y destruir las instituciones republicanas. La mayoría de la gente no se dio cuenta de la catástrofe que estaba comenzando. Incluso en la prensa muy pocos vieron las señales de peligro, y los pocos que recelaban fueron ignorados en sus advertencias. Pasó lo que pasó y, sin embargo, todo podría haber sido muy diferente.

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