Seguimos descendiendo en el tobogán de degradación política y moral en el que nos ha metido la 4T. La bochornosa actitud del presidente Andrés Manuel López Obrador en ese delirante espectáculo que son sus mañaneras obliga a preguntarnos sobre la salud física y mental del jefe del Estado mexicano. ¿Está nuestro presidente realmente loco o simplemente abusa de sus artimañas de político sinvergüenza? Pero, más allá de estas especulaciones, lo más repugnante que vimos en estos olvidables días fueron las manifestaciones de “solidaridad” tanto de los gobernadores como de los senadores de Morena con nuestro pobrecito presidente. Particularmente execrable fue la comunicación de nuestros “altos legisladores” en la que aseguraron que López Obrador “simboliza los ideales de la nación, la patria, el pueblo, la independencia, la soberanía” y, por ello, quienes se oponen a él “son mercenarios y traidores a la patria”. No es nuevo en México este tipo de abyecciones, desde luego: durante la edad de oro priísta (que el actual régimen tanto se esfuerza en revivir) abundaron los desplegados firmados por la clase política y “las fuerzas vivas” en apoyo al Sr. Presidente y en contra de “fuerzas desestabilizadoras y enemigas de la Patria”. Piénsese, como botones de muestra, en los desplegados aparecidos durante el movimiento estudiantil del 68, después de la pedrada a Luis Echeverría en la UNAM o tras la nacionalización de la banca.
Vale la pena hacer una reflexión sobre el papel que tienen los aduladores en la forja de los tiranos. No es cosa menor. La adulación ha sido viejo objeto de análisis en la historia del pensamiento político, considerada siempre con una connotación negativa y hasta ridícula. También es uno de los vicios más representados en las obras literarias. Platón y Aristóteles se ocuparon de ella, aunque más bien refiriéndose a los “aduladores del pueblo”: los demagogos. Teofrasto, sucesor de Aristóteles a la cabeza del Liceo, enfocó sus críticas al adulador que elogia excesivamente a un gobernante con el propósito de obtener un beneficio propio y, por tanto, se rebaja a ser un personaje digno de desprecio. Plutarco consideraba a los aduladores auténticos parásitos: “Todo su cuerpo es vientre, ojo que mira por todas partes, bestia que camina sobre sus dientes…piojos, pues como estos, una vez que obtienen lo que deseaban del poderoso, huyen y le dan la espalda”. También los considera peligrosos para un Estado, pues terminan por ser “…traspié e infortunio de grandes casas y grandes asuntos y, con frecuencia, destruyen soberanías y principados…”.
Del Renacimiento es esencial recordar al Cortesano de Castiglione y, por supuesto, el capítulo “De cómo hay que huir de los aduladores” en El Príncipe de Maquiavelo. Shakespeare abordó magistralmente el tema de la adulación en obras como El Rey Lear, Otelo, Timón de Atenas y Ricardo III. El Bardo nos ofrece una psicología del adulado cuando Apemanto, el sincero filósofo que es el único amigo desinteresado de Timón, se atreve a decirle las cosas como son: “He that loves to be flattered is worthy of the flatterer” (quien ama ser adulado es digno del adulador). Es decir, adulador y adulado son igualmente despreciables al ser cómplices en el vicio. Pero es John Locke, uno de los padres del liberalismo, quien desarrolla toda una teoría política de la adulación (flattery), definiéndola como “el uso estratégico del elogio excesivo”. Locke invoca esta categoría en momentos clave del desarrollo de sus argumentos políticos, es decir, aquéllos en los cuales identifica los mayores obstáculos y peligros para la construcción y el mantenimiento de un régimen “de poderes limitados”.
La capacidad para contener la adulación tiene relevancia en el desarrollo del Estado de derecho que restringe el poder de los gobiernos. La ley es una previsión al uso perverso de las prerrogativas que los aduladores fomentan en los aspirantes a sátrapas. Locke llega a la conclusión de que son, en buena medida, los nocivos efectos de la adulación sobre la debilidad moral de los malos gobernantes causa para generar un gobierno limitado, y continúan siendo un peligro siempre. Los aduladores encienden el deseo desmedido por el poder, sobre todo en los gobernantes con personalidad débil o maligna, y por ende desestabilizan un régimen de poderes limitados. La adulación es un tipo de “abuso de confianza” en el que el adulador induce a engaño al adulado atribuyéndole capacidades o virtudes de las que carece con el fin de ganar alguna ventaja. ¿Cómo poner un freno a los aduladores? El filósofo sugiere poner al descubierto a los aduladores, exponiéndolos al ridículo mediante la ironía y el desprecio, y proveyendo argumentos racionales alternativos mediante la crítica constante.
Pero aun así es difícil impedir que la adulación manipule la vanidad natural de aquellos que se inclinan hacia el poder. Quienes hacen de la adulación modo de vida trabajan constantemente en la despreciable tarea de agradar todo el tiempo, aún a costa de su dignidad y congruencia. No les importa mudar de opinión o posición respecto de ciertos temas, y no es poco frecuente escucharles decir estar de acuerdo con aquello que antes detestaban, con tal de estar bien ante los ojos de a quien pretender endulzar el oído. Por eso los gobernantes verdaderamente grandes evitan rodearse de gusanos diestros en decirle sólo lo que quiere escuchar y en hacer relucir sus actos como si fueran oro, aunque no resistirían la prueba de la ácida realidad.
Quienes pierden la humildad ante el halago fácil son personas dueñas de un carácter deleznable. El Peje mismo recordó al principio de su gobierno aquello de que “el poder hace a los inteligentes tontos, y a los tontos los vuelve locos” (un sic burlón por venir tal aserto precisamente de boca del Peje), y hace unos días se ufanó en decir de que el voto de revocación es bueno porque “evalúa si los presidentes se volvieron locos de poder”, y hasta citó a Francisco Bulnes con eso de “El buen (el “buen” aquí sólo puede caber otro sic socarrón) dictador es un animal tan raro que la nación que posee uno debe prolongarle no solo el poder sino la vida”. No será buen gobernante, ¡ah, pero como es pícaro nuestro presidente!