Agustín de Iturbide: el consumador de la Independencia

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Sin la intervención de Napoleón Bonaparte, quien sometió a España en 1808, el inicio de la Independencia de México de habría retrasado; y después, sin Agustín de Iturbide y el Clero novohispano, tal vez la lucha armada, que agonizaba luego de la muerte de Morelos en 1815, también habría fenecido en poco tiempo.

Si bien es cierto que las condiciones para la mayoría de indígenas, negros y de castas de la Nueva España eran terribles, la idea de emancipación tuvo orígenes menos piadosos que como se nos ha hecho creer.

Entre 1750 y 1800 hubo grandes transformaciones en diferentes ámbitos del virreinato, lo que creó una mejoría económica, ampliando la riqueza en la clase criolla. Se hicieron más ricos, pero no más poderosos.

Todos los cargos importantes estaban reservados para los nacidos en España, incluidos los clericales. Miguel Hidalgo estaba convencido que había sido designado a esa pobre parroquia porque no era nativo de España. Los inquietos criollos también se percataron que la Corona española sólo se preocupaba por ella y, ya que la colonia era autosuficiente, sus logros serían mayores sin la tutela, así que la idea independentista comenzó a fraguarse antes de 1810.

Ese auge económico, aparte de los criollos, creó nuevos ricos: agricultores, empresarios, industriales, hacendados, mineros, que no encontraban cabida y generalmente eran rechazados por el sistema.

Como explican Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez: “Así, las trabas sociales creadas por la pertenencia al grupo dominante y el color de la piel, en lugar de aligerarse, se hicieron más inflexibles como respuesta a las pretensiones de ascenso de los nuevos grupos que amenazaban el monopolio de la oligarquía”.

La Iglesia, rica desde siempre…

Muy poco sufrió la iglesia católica después de su nacimiento, porque desde que el emperador Constantino decidió imponer esa religión con el Concilio de Nicea en 325 (se hizo oficial con Teodosio en 380), ella se apropió del mundo latino, pues gracias al Imperio romano el cristianismo se implantó en casi todo lo que se llamaría Europa.

Como era menester que la Iglesia aprobara y coronara a los reyes y emperadores, tuvo a veces más poder que los monarcas (y su visión sobre la riqueza no fue sólo espiritual).

En la Nueva España todos los que tenían negocios y sufrían crisis obtenían créditos de la Iglesia, que era la más rica empresa de la amplia América. Según Lucas Alamán, la mitad de los bienes raíces de la Nueva España eran de ella.

Su riqueza procedía de tres fuentes: rentas de sus propiedades del campo y ciudad; del famoso diezmo, y la principal, radicaba en capitales impuestos a censos redimibles (cuando se recibe alguna cantidad por la cual se ha de pagar una pensión anual, asegurando dicha cantidad o capital con bienes raíces) sobre propiedades de particulares.

Para Luis Villoro, las propiedades del clero se estimaban de tres a cinco millones, y administraba, hasta 45 millones por concepto de “capellanías” y “obras pías”. “Cada capellanía, cada cofradía era una especie de banco. Prestaba a los hacendados, a los industriales, y a los pequeños comerciantes fuertes capitales a un interés módico y a largo plazo.” También controlaba muchas propiedades rurales mediante hipotecas. Las rentas de la Iglesia y las particulares de los curas estaban exentas de contribuciones.

La colonia pagaba mucho en impuestos a la Corona española. Por eso, la Iglesia novohispana resintió tanto que en 1798 se estableciera un impuesto especial sobre las inversiones de la Iglesia en que se le obligaba a financiar a las constantes guerras de España.

Protestaron sus representantes, pero en vano, en lugar de dar marcha atrás les mandaron un golpe artero: en diciembre de 1804 por decreto real se ordenaba la enajenación de todos los capitales de capellanías y obras pías. El decreto también exigía que se hicieran efectivas las hipotecas vendiendo las fincas de crédito vencido y que mandaran el dinero para España. Esa medida ya se había aplicado en la península española. Según un obispo de la época, esa suma sería como “más de dos tercios del capital productivo o de habilitación del país”. El coraje clerical fue enorme.

Pero no se pudo hacer nada: se entregaron a las arcas españolas de diez a doce millones de pesos: claro (como se hace ahora con Hacienda), nomás declararon la cuarta parte de su capital en la realidad. Después, ya con José Bonaparte como rey, en enero de 1809 se cancelaría el decreto.

Igual que como ocurría con los criollos o los nuevos ricos, donde los peninsulares eran privilegiados, los beneficiarios de la riqueza eran los del alto Clero. Hay que recordar que la carrera eclesiástica (así como la milicia y las leyes) eran muy socorridas por los criollos pobres o venidos menos (¡cómo iban a trabajar los descendientes de los conquistadores!), así que aquí había también muchos descontentos.

Tal vez por eso se cobraban a lo chino

Los Archivos del Juzgado General de Indios, están repletos de pruebas contra los curas de los pueblos. (Casos citados por L.B. Simpson, en su libro Muchos Méxicos).

En 1629, el Juzgado investigó al cura de Suchitepec, Oaxaca, acusado de exigir dos reales a todos los hombres casados de su parroquia para pagar misas en fiestas religiosas, so pena de ser azotado y expuesto en la picota.

En 1631, se juzgó al cura de Cuescomatepec (sic), Veracruz, porque obligaba a sus feligreses a llevarle diario dos gallos, dos gallinas, dos velas de cera, dos almudes de maíz, un real de manteca y chile, dos reales de leña, veinte cargas de heno (por valor de diez reales).

Además pedía dos indias para hacer tortillas, un joven para cuidar sus quince caballos y un indio para trabajar en la cocina. Cobraba un real para misas a los casados y a los solteros medio. Puso un impuesto de cinco pesos semanales para vino (se nota que le gustaba consagrar seguido). Aparte, forzaba a los indios a trabajar gratis en los terrenos de la Iglesia y si se quejaban les daba de propina fuertes palizas, cepo y prisión. Este enviado de Satanás, precursor de los changarros, además pidió prestado a una cofradía y no pagó.

En 1654, el cura de Calpan, Puebla, le pedía a cada indio una carga de heno y tenían que confesarse en la Cuaresma a dos reales por cabeza. Un día, un indígena no entregó la limosna; el cura lo colgó y azotó en el templo. Otro más murió de la paliza que le decretó, y lo más hermoso: el pueblo tuvo que pagar al cura diez pesos para el entierro (se cobraba cuatro pesos).

Y fueron miles de casos.

El amante trágico

Después de la muerte de Carlos III, ascendió al trono su hijo Carlos IV (1788 a 1808). Llamado el “Cazador”, que para algunos historiadores fue un débil mental. Por lo menos, fue un pusilánime, ya que dejó el gobierno en manos de su esposa María Luisa de Parma y de Manuel Godoy, quien se dijo era amante de la reina; si no lo fue, de todas maneras tuvo el poder para cambiar el destino español

Para empezar, luego de la Revolución francesa, en 1793, España, de manera insensata, entró a la alianza para vengar la muerte de Luis XVI. Sufrió derrota tras derrota hasta llegar a un deshonroso tratado que Napoleón le hizo firmar a Godoy en 1795.

España se alió a Francia en la guerra contra Inglaterra, Godoy puso la armada española en manos de Napoleón que los ingleses destruyeron en Trafalgar en 1805.

En 1807 con el Tratado de Fontainebleau, para repartirse Portugal, al que España había declarado la guerra en 1801, permitió el paso de tropas francesas por territorio español y fue preludio de la invasión napoleónica. Hubo varios pronunciamientos sobre la presencia gala y contra Godoy que culminó con la abdicación de Carlos IV en la persona de su hijo Fernando VII en 1808.

Napoleón (ya emperador desde 1804) secuestró en Bayona a padre e hijo e impuso como rey de España a su hermano José Bonaparte, quien pasaría a la historia por su afición, como “Pepe Botella”, y así, España se incendió de fervor patriótico y comenzó una lucha, que beneficiaría la independencia de los criollos y a su Iglesia novohispana. Y desde ahí, la Iglesia participaría en casi todas las guerras mexicanas del siglo XIX y en la Cristiada del XX.

Hidalgo, insurgente sanguinario

En 1808 a la Nueva España llegaron tres noticias graves: el secuestro de Carlos IV y de su hijo Fernando VII; la abdicación de ambos, obligados por Napoleón, y la imposición de José Bonaparte en el trono de España e Indias. En Nueva España, los representantes de la Corona eran el virrey y la Real Audiencia. Pero ahora, el soberano estaba ausente.

Como se ha mencionado, la irreconciliable separación entre criollos y “gachupines” ya venía de tiempo atrás, por lo que, ambos grupos aprovecharon para exigir su derecho a apoderarse del gobierno. Los peninsulares, que pedían que todo siguiera sin ningún cambio, apoyan a la Real Audiencia en espera de que el destituido ocupe de nuevo el trono.

Los criollos, apoyándose hasta en documentos de la época del Alfonso el Sabio, aglutinados en el ayuntamiento, en donde sí se les permitía acceder, ya que su poder era menor, al frente de Francisco Primo de Verdad y Francisco de Azcárate (con la simpatía desde la Audiencia de Jacobo de Villaurrutia, único oidor criollo), vieron la posibilidad de una reforma, y proponen al virrey José de Iturrigaray la convocatoria de una junta de ciudadanos, igual que las establecidas en España, para que gobierne mientras regresa Fernando VII.

Fundamentan que en el cabildo está la verdadera representación del poder. “Dos son las autoridades legítimas que reconocemos: la primera es nuestro soberano, y la segunda de los ayuntamientos, aprobada y confirmada por aquel. La primera puede faltar, faltando los reyes…, la segunda es indefectible por ser inmortal el pueblo”, dice Primo de Verdad, citado por Luis Villoro. Esta línea seguirá Miguel Hidalgo, por eso gritó vivas a Fernando VII.

[Hay que recordar la importancia de los Ayuntamientos, que fueron la primera autoridad en la América virgen. No fue por casualidad que, lo primero que hizo Hernán Cortés al llegar, fue fundar el Ayuntamiento de la Vera Cruz; con eso le quitaría todo el crédito al gobernador de Cuba, Diego Velásquez].

El virrey Iturrigaray se cuida de tomar partido, con el secreto deseo de que sea él el elegido para mandar sobre la nueva forma de gobierno, pese a que era enviado de Godoy, el entregador de España a Napoleón.

Los españoles y la Audiencia sospechaban que esa junta que proponían los criollos del ayuntamiento era una manera disfrazada de buscar la independencia y se oponían con muchos argumentos. Finalmente, el virrey somete a votación el asunto de la junta y los criollos eligen a todos los delegados.

“Golpe de Estado” a los independientes

Los españoles no se quedaron contentos. En otra fecha para recordar, el 15 de septiembre de 1808 (se supone que con el consentimiento de la Real Audiencia), un “comando” armado entró al palacio, mató a un centinela y apresó al virrey Iturrigaray. Con eso se inauguraba el siglo con un método que seguiría hasta Benito Juárez, claro, “plan” de por medio.

A continuación proclamaron en su lugar al viejo general Pedro Garibay, quien fue reconocido por la Audiencia —ilegalmente, ya que esta no tenía esa facultad— y se encarcelaron a unos disidentes; con lo que los criollos, dejaron su idea por el momento.

Como Garibay no podía con el paquete, enviaron de España al arzobispo Francisco Xavier de Lizana: resultó igual de mediocre. Se sospechaba que Lizana estaba del lado de los criollos. La Audiencia y los comerciantes conspiran contra él, y en enero de 1810 el virrey es destituido y cambiado por Francisco Xavier Venegas, quien no llegará hasta agosto, mientras, la Audiencia gobierna con mano fuerte.

Los criollos, mientras tanto, se habían dedicado a crear sociedades secretas, como la de “Los Caballeros Racionales”, o el “Club Literario y Social de Querétaro”, dirigido este por un criollo importante en la milicia: Ignacio de Allende y Unzaga, capitán del grupo de élite los Dragones de la Reina.

Los conspiradores ya tienen claro que los otros no quieren dejar el poder, y que no dudan en aplicar la violencia, aprobada por la Audiencia y los altos funcionarios, por lo que la idea de un levantamiento armado cobra fuerza, pero se necesitan otras clases sociales.

Para esto, las ideas independentistas han traspasado toda Hispanoamérica. En abril ya se había formado la junta de Caracas; en mayo la de Buenos Aires, en julio la de Bogotá y luego la de Quito; sólo faltaba la más importante.

Los planes van por buen camino, los conspiradores tienen muchos adeptos porque siguen la idea de la “revolución” frustrada de 1808. Tenían programado “pronunciarse” el 8 de diciembre de 1810 en la feria de San Juan de los Lagos; al frente de los armados marcharía Allende.

La propuesta para que la rebelión iniciara en Jalisco era porque a esa feria llegaban una cien mil personas, por lo que contarían con muchísimos seguidores. Pero son descubiertos, por lo que, en la madrugada del 16 de septiembre (Porfirio Díaz alteró la fecha por su cumpleaños), en Dolores, Hidalgo suelta a los presos, llama a sus feligreses y grita: “¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la Independencia! ¡Viva Fernando VII!”. Se supone que el populacho gritó. “¡Mueran los gachupines”.

Mural: José Clemente Orozco

Un motín más

Sobre todo lo que siguió se ha escrito mucho. En la mayoría de textos la imagen de Hidalgo no se muestra completa (al igual que se oculta el canibalismo azteca); desde esas épocas de ha mitificado a nuestros héroes, como lo muestra Enrique Krauze en su libro “De héroes y mitos” y varios otros.

La lucha de Hidalgo tenía otro objetivo que cambió por las circunstancias. No tenía un plan revolucionario concreto, sus huestes consideraban que matar a los españoles era suficiente para lograr la igualdad y la justicia. Las ideas vendrán más tarde, con Morelos, muertos ya Hidalgo y Allende.

Esta era una rebelión más, como las que venían ocurriendo desde dos siglos antes: zapotecos (1660 y 1670), rarámuris (1690 y 1698), yaquis (1740), mixes (1570 1712) y mayas (1761), que fueron sometidos sangrientamente; y que continuarían ya con la República: zapotecos (1839 y 1853), nahuas de Guerrero (1842-46), huastecos (1825 y 1897) y otras…

“La rebelión de Hidalgo, por su carácter arrebatado y feroz, no fue seguida por las vastas capas de población ilustrada que deseaba independencia y cambios profundos en los aspectos político, económico y social, sino apenas por masas desesperadas y, como siempre, con algunos intelectuales ilustrados al frente que sólo podían conducirlas a la derrota”. Dice Luis González de Alba.

Pronto se le unieron indios y mestizos de las cercanías, de tal manera en una semana los líderes iban al frente de unos cincuenta mil hombres. Lo lógico era que el experimentado capitán Allende mandara a las tropas, pero la soberbia del cura ante el poder fue mayor, y Allende fue hecho a un lado en San Miguel el Grande (hoy de Allende) y ahí aceptó Hidalgo ser llamado “Generalísimo” (eso no sería suficiente para su ego, más tarde sería: “Capitán general de América” y luego hizo que lo saludaran como “su Alteza Serenísima”), todo pese a su absoluta ignorancia en materia militar.

Podría decirse que la Independencia se inauguró en Guanajuato con una de las más grandes matanzas de la historia. Tragedia que de la que fue testigo un joven de 18 años, que después sería una figura: Lucas Alamán. Años después, en su “Historia de México”, escribiría: “[…] dieron suelta a su venganza. Los rendidos imploraban en vano la piedad del vencedor, pidiendo de rodillas la vida […]”.

Meses después, bajo proceso Hidalgo, cuando los del tribunal le preguntaron sobre las matanzas que hacía de los prisioneros sin que los sometiera a juicio, el cura respondió: “No era necesario, sabía que eran inocentes” (¡!).

Esos desmanes solapados por Hidalgo fueron, entre otras, las causas de las desavenencias con Allende. Otros, que apoyaron o simpatizaron con el movimiento de 1808, como Azcárate o Beristáin y Sousa, que habían sufrido cárcel por lo mismo, se pronunciarán en contra de los insurgentes. La mayoría de criollos se hizo a un lado, y otros apoyaron en contra.

Hidalgo, con los rápidos triunfos, creyó que todo sería sencillo, pero sus huestes no tenían dirección. Allende insistía que había que entrenar al ejército, Hidalgo creía en su fuerza natural. Allende fundía cañones, fabricaba granadas, mientras su “Alteza Serenísima” mataba gachupines prisioneros.

Muy poco duró el gozo. En escena entraría un general, este sí entrenado, Félix María Calleja, veterano de batallas como las de Argel o Gibraltar. En poco tiempo destruye los sueños de Hidalgo.

Después de la derrota de Puente de Calderón los jefes de la revolución destituyen a Hidalgo y lo consideran preso. De no haber ocurrido así, tal vez Allende habría cumplido su deseo de asesinar al cura, ya que era obstáculo para el triunfo revolucionario.

A los cinco meses de iniciar la guerra de independencia Hidalgo, Allende y otros fueron capturados cuando huían hacia el norte, el 21 de febrero de 1811.

Todo habría acabado, sin embargo, faltaban Morelos, Guerrero, Bravo, Victoria…

Hidalgo, insurgente sanguinario

A la muerte de Hidalgo y Allende, José María Morelos continúa la guerra. El cura, Inteligentemente se percata de que la lucha frontal no es buena y opta por la “guerra de guerrillas”, lo que le da muy buenos resultados y le gana el respeto de Calleja, a quien mantiene ocupado durante cuatro años.

La figura de Morelos atrajo a quienes serían los más importantes jefes de la gesta: a Nicolás Bravo, a su padre y a su tío; a Hermenegildo Galeana, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria y a Mariano Matamoros.

En el Congreso de Chilpancingo, en noviembre de 1813, en 23 puntos, Morelos estableció sus principios; en el último, pedía solemnizar el 16 de septiembre como aniversario “en que se levantó la voz de la independencia”.

Tras la victoria de Oaxaca y Acapulco, Morelos decidió tomar Valladolid, resguardada por el joven oficial Agustín de Iturbide. A pesar de su superioridad numérica, Morelos fue derrotado, con lo que comenzó su declive. Ahí fue apresado Mariano Matamoros y fusilado en el acto.

Al contrario de Hidalgo, Morelos no aceptó la dictadura que le pedían asumiera, al contrario, se mantuvo subordinado y rechazó cualquier título, excepto el de “Siervo de la Nación”.

Tanta humildad fue errónea ya que se perdió mucho tiempo en alegatos de un Congreso sin experiencia, que coartaba los movimientos de Morelos y que, al final, egoístamente le permitió que cubriera la retaguardia mientras sus miembros escapaban, lo que permitió la captura del más formidable jefe de la insurrección.

El 5 de noviembre de 1815 Morelos es capturado, y el 2 de diciembre fusilado en Ecatepec. Nicolás Bravo se pone al frente del resto del ejército de Morelos y el Congreso le quita el mando.

El general Mier y Terán disuelve el Congreso y el movimiento se divide y dispersa; con ello prácticamente muere. La gente, que en grandes oleadas acompañara a Hidalgo, ya no acude. Guerrero en las montañas del Sur o Guadalupe Victoria en Veracruz, subsisten casi como gavilleros.

Será hasta principios de 1817 (15 de abril), con la llegada de Francisco Xavier Mina, que la guerra se reactiva. Con él viene unos de los grandes ideólogos de la independencia americana: fray Servando Teresa de Mier. La nueva llama dura siete meses, ya que Mina es fusilado el 17 de noviembre, y de ahí ya se puede hablar de una paz que dura más de tres años… hasta que la Iglesia sea ofendida de nuevo.

Y en España…

Mientras tanto, al otro lado del mar, el 18 de marzo de 1812 se había firmado la Constitución de Cádiz (influida por el pensamiento revolucionario francés). Proclamaba la monarquía parlamentaria (reducía el poder del rey) con la garantía de los derechos del hombre; la libertad de prensa y abolía la Inquisición, pero calmaba al clero al declarar que la católica era “la única religión verdadera” por lo que no se toleraría ninguna otra. En América tendrían los mismos derechos, pero, la sede del gobierno seguiría en España.

Con la derrota de napoleón en 1814, Fernando VII regresa al trono. Los representantes del gobierno de Cádiz le hacen jurar obediencia a la nueva constitución. Los liberales de España y América estaban felices.

Por supuesto, quienes se sentían libres no sabían que el monarca no quería ser constitucional. Fernando se rodeó de reaccionarios; al poco tiempo abrogó la constitución; arrestó o desterró a los liberales y restableció la Inquisición. Desde Londres los liberales mantenían una guerra de crítica y propaganda contra su mentiroso rey, y en España la masonería y otros conspiraban para derrocarlo, incluso desde el Ejército.

Ese día llegó en marzo de 1820, cuando el coronel Rafael del Riego se pronunció contra Fernando y marchó sobre Madrid y el gobierno cayó fácilmente. El perjuro monarca se apresuró en jurar de nuevo la Constitución de 1812. La junta de gobierno convocó a Cortes, estas emitieron decretos contra el poder temporal de la Iglesia: supresión del fuero eclesiástico; reducción de los diezmos, abolición de las órdenes monásticas y de la Compañía de Jesús y la supresión de la Santa Inquisición.

Y de este lado del mar…

En la Nueva España la Iglesia se puso grave. Acá, la Constitución de Cádiz se proclamó por segunda ocasión el 3 de mayo de 1820 (antes se había hecho el 30 de septiembre de 1812, pero, de hecho, nunca llegó a ponerse en práctica íntegramente). Ahora se anunciaba la venta de los bienes eclesiásticos y la reducción de los diezmos. El Clero novohispano quedaría pobre.

Los criollos conservadores, los peninsulares, el alto Clero y la Real audiencia desean la independencia. Los liberales y los pocos insurgentes que quedaban nada dicen.

La oligarquía criolla estaba cansada de sufragar los gastos de España contra los franceses; por esa guerra el comercio exterior se redujo drásticamente. Por la gesta insurgente, la minería estaba en casi una tercera parte de su producción comparada con 1810; la de las haciendas andaba a la mitad, lo que también afectaba las finanzas clericales.

Por otra parte, las noticias del resto de la América española eran esperanzadoras: por todas partes los criollos suplantaban a los peninsulares en el poder. En 1816 se había proclamado la independencia de Las Provincias Unidas de la Plata (hoy Argentina); en 1818 la de Chile, y en 1819, en el congreso de Angostura, se creaba la República de Colombia. Al mismo tiempo, se creaba un nuevo poder: el del Ejército.

Se entenderá por qué los militares seguirán a Iturbide si se sabe que, desde 1812, comienzan a llegar las tropas importadas de España, y es abierta la preferencia que se les muestra. Los altos cargos y los premios son para ellos, relegando a los veteranos criollos. Para 1820, el descontento en el ejército realista es general.

En noviembre de ese año, el Clero usa su poder (gracias a la “Güera” Rodríguez, amante de Agustín) y un alto oficial, destacado por su crueldad contra los insurgentes: Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu es nombrado jefe del ejército para atacar a Guerrero.

Iturbide: un criminal

Después de la muerte de Morelos, el virrey lo había ascendido a comandante general de Guanajuato y Michoacán para acabar con las guerrillas; no obstante, las denuncias en su contra señalaban que usaba al ejército para transportar mercancías y plata, que especulaba con terrenos y ganado; que vendía artículos para minería a precios elevados, que secuestraba mujeres y era un extorsionador que controlaba los precios de sus productos y colocaba los suyos. Se había hecho rico. Fray Servando estimó su fortuna en tres millones de pesos. Quien se quejaba era encarcelado o ejecutado. Los comerciantes pedían su remoción.

En abril de 1816, el virrey, Calleja lo suspendió, lo llamó a la ciudad de México y lo dejó sin mando. Ahí conocería a la “Güera” Rodríguez, quien se haría su amante y gracias a sus relaciones amatorias, en cuya lista se incluía a grandes personalidades del gobierno y del Clero, Agustín se encumbraría. Así, Iturbide entró al grupo del verdadero cerebro de la independencia: el padre Matías de Monteagudo. Ahora la Iglesia “estaba de acuerdo” con Hidalgo y Morelos.

“La rebelión no propugna ninguna transformación social importante del antiguo régimen. Ante las innovaciones del liberalismo, reivindica ideas conservadoras. Sobre todo se trata de defender a la Iglesia de las reformas que amenazan y a las ideas católicas de su ‘contaminación’ con los filosofemas liberales”, sostiene Luis Villoro.

Después de tres escaramuzas contra Guerrero, donde llevó las de perder Iturbide, éste entró en tratos con el sureño. Guerrero, falto de educación (hay quien afirma que apenas sabía leer), cayó en el engaño. Iturbide publica el Plan de Iguala el 21 de febrero de 1821, que establecía la Independencia con aceptación de la religión católica “sin tolerancia de ninguna otra” (por supuesto, se garantizaban las propiedades y el fuero del Ejército y el Clero).

Se dice que el pacto fue sellado en Acatempam (Lucas Alamán dice que no asistió Guerrero sino un enviado: el teniente José Figueroa). El último gobernante de la Nueva España, Juan O’Donojú decide entenderse con Iturbide, y en la ciudad de Córdoba firman el famoso Tratado.

Agustín de Iturbide, espera hasta el día de su cumpleaños, y el 27 de septiembre de 1821 entra triunfal a la ciudad de México al frente del Ejercito de “las tres garantías” (Religión, Unión, Independencia). No hubo uniformes para los desarrapados que llevaban combatiendo más de diez años. Ni Guerrero, ni Bravo, ni Victoria, ni López Rayón forman parte de la Junta Provisional Gubernativa que legislaría mientras se formaba el Congreso Constituyente.

¡México por fin era libre! La junta la formaban 38 miembros de la aristocracia, O’donojú, un obispo, dos canónigos, cinco eclesiásticos, cuatro marqueses, dos condes, doce ex funcionarios del virreinato, ocho militares realistas y tres grandes terratenientes. Al parecer nadie se acordó de nombrar a un defensor del pueblo. ¿Y los insurgentes primigenios? Ni sus luces.

En una paradoja de la Historia, la Independencia se logra casi como la Conquista, donde gracias a los indígenas que odiaban a los aztecas, estos son derrotados fácilmente.

La patria estaba entregada ahora a las mismas fuerzas por las que se deseó la independencia. Nada, nada había cambiado para el pueblo. Estaba el escenario listo para el primer Imperio mexicano con Agustín I, segunda Alteza Serenísima y ”Generalísimo de Mar y Tierra”.

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