El régimen obradorista ha tenido la relativa suerte de no ser habitualmente asociado en los medios internacionales con la ola demagógica global y el asalto a la democracia liberal. En los últimos años, las más prestigiadas publicaciones internacionales han agrupado a los nuevos demagogos –Trump, Orban, Erdogan, Bolsonaro, Putin, Kaczyński, Modi, Salvini, Farage– por una serie de características compartidas: desde el uso del populismo y la posverdad como herramientas de gobierno, hasta el ataque a la prensa y la destrucción de instituciones. Habitual e injustificadamente se exonera de esa lista a López Obrador, quien no sólo comparte muchas –demasiadas– similitudes con aquellos homólogos, sino que fue su pionero y precursor, por ejemplo, en los alegatos de fraude y sabotajes legislativos, ya no digamos en el empleo del disparate como ejercicio del poder.
Tengo algunas hipótesis de por qué se perdona a Obrador. Primero, porque los dos gobiernos estadounidenses que han convivido con el régimen obradorista –Trump y Biden– han sido, por decir lo menos, complacientes y silenciosos. Con Trump la afinidad rozaba casi en el romance. Con Biden no –y acaso hay un poco más de fricción superficial–, pero la verdad es que el arreglo esencial es el mismo. México le hace el trabajo sucio en drogas y migración, y a cambio Estados Unidos no se mete con la embestida antidemocrática del régimen. Cada tanto trasciende que vienen emisarios a “jalar las orejas” en materia de derechos humanos, prensa y democracia; o que la Embajada americana alerta a Washington de los riesgos inminentes. Pero escarmiento serio y público no ha habido.
Segundo, porque la mayoría de aquellos tiranuelos es “de derecha” y generalmente los medios occidentales están cargaditos a la izquierda. Ya de por sí, la izquierda suele pasar desapercibida y sus enormes crímenes han sido siempre menos castigados. Tiene que llegar un Hugo Chávez o un Daniel Ortega para que suenen la alarmas, aquellas que con los de derecha suenan a la primera. La barra la tiene muy alta el Licenciado, a quien con todos los matices se le sigue considerando de izquierda. Y puesto que no es un sanguinario ni un represor, su umbral es amplio.
Finalmente –y esta hipótesis no es mía, sino de mi colega y amigo Ángel Jaramillo– porque la oposición mexicana es igual de aislacionista y parroquial que el obradorismo. Una oposición conectada con el mundo ya habría hecho un amplio trabajo de relaciones editoriales, de cabildeo, de construcción de alianzas, de solicitud de apoyo. Y cuando digo oposición no sólo me refiero a la partidista. La gran mayoría de la comentocracia mexicana y de la sociedad civil tampoco es muy cosmopolita. Tenemos pocos articulistas, intelectuales y corresponsales en medios internacionales.
Aunque la responsabilidad de defender la democracia es nuestra, los medios internacionales sirven para muchas cosas: para ponerle presión al gobierno mexicano, y como ancla de solidaridad para la resistencia interna. Esta semana sonaron las alarmas David Frum de The Atlantic y Natalie Kitroeff del New York Times sobre las que puedan ser las últimas horas de la democracia mexicana. Hay el rumor de que Anne Applebaum cubrirá la segunda marcha para defender al INE. En la hora aciaga, los medios internacionales advierten el peligro. Uno espera que no sea demasiado tarde, aunque tampoco sobra para lo que en dado caso prosiga, que es recuperarla.