Perdido entre la abulia tuitera de la semana pasada, el viernes santo el presidente de México propagó un mensaje que lo define a él y a sus maneras de entender el poder y su relación con la sociedad. Se trata de estos dos tuits:
“Dicen que no es de su autoría, que ni siquiera es sermón, que si acaso es la suma —inconexa y heterogénea— de sentencias orales expuestas a lo largo de la historia cívica y religiosa. Alegan que fue estructurado por sus seguidores para aleccionar y conseguir feligreses.
“Pero qué bello es parafrasearlo: bienaventurados los pobres, los humildes, los que lloran, los que padecen de persecución, los que tienen hambre y sed de justicia, y los de buen corazón”.
En una lectura superficial, habrá quienes consideren que esa paráfrasis del Sermón de la Montaña es expresión de magnanimidad del presidente Andrés Manuel López Obrador. Pero leída en el contexto que han conformado las decisiones y los estilos de su gobierno, allí se puede confirmar su concepción patriarcal y redentorista.
Para considerar que la pobreza es fuente de bienaventuranza hace falta mirar la realidad con las anteojeras de la religión. En la perorata ante sus discípulos, Jesús aseguraba que la pobreza de espíritu conduciría al reino de los cielos. Ésa es una frase propia de predicador religioso, no del jefe del gobierno de un país. El presidente López Obrador prescinde del carácter espiritual de la pobreza a la que alude el Evangelio y aprovecha para hacer una embaucadora elegía pobrista.
En la sociedad laica, la pobreza, la aflicción y la persecución, no son virtudes sino carencias y anomalías. Cuando a quienes padecen esas limitaciones la perspectiva religiosa les promete el reino celestial a cambio de paciencia y sacrificio, la religión contribuye a adormecer a la sociedad. Por eso otro gran predicador habló de la religión como el opio de los pueblos.
Si el poder político se apuntala en el discurso religioso, las leyes y el orden democrático quedan desplazados por la fe. Es muy preocupante que López Obrador coloque en el mismo plano a los principios cívicos y religiosos. Si se confunden con la fe, nuestras normas de convivencia quedan supeditadas a doctrinas particulares que no toda la sociedad comparte. Tratar de imponer a todos las creencias de unos cuantos es expresión de fundamentalismo. Perseverar en ese afán, conduce al fanatismo. El civismo, nunca hay que olvidarlo, no se mezcla con el catecismo.
El presidente expresa admiración por la capacidad del sermón religioso “para aleccionar y conseguir feligreses”. Eso es lo que pretende en sus arengas. Las conferencias matutinas no son ejercicios de transparencia y explicación sino lecciones que el presidente dicta desde la privilegiada cátedra de Palacio Nacional. A semejanza de las arengas bíblicas, las admoniciones de López Obrador no proponen razonamientos sino dogmas. Allí no hay intercambio y mucho menos discusión, sino lineamientos establecidos desde una concepción mesiánica del ejercicio del poder político.
El discurso redentorista requiere que sus destinatarios crean. La fe que se les exige no se nutre en hechos sino en ilusiones. El presidente no quiere ciudadanos sino feligreses.
Nuestro presidente no actúa como gobernante de una nación (que es forzosamente diversa y plural) sino como pastor de una congregación. En la sociedad contemporánea los ciudadanos son interlocutores del poder: con ellos se argumenta, se delibera, se busca persuadirlos. A los feligreses, por el contrario, se procura conmoverlos, se les considera como una grey emocionalmente manipulable, no se les ofrecen explicaciones. Simplemente se les alecciona, como dice López Obrador.
Considerar que la pobreza es una virtud constituye una indecencia hacia quienes más la padecen. El discurso pobrista, lejos de reivindicar a los pobres, los instrumentaliza y los toma como coartada. El elogio místico de la pobreza descansa en una retórica demagógica y, en el terreno político, implica la exclusión de todos los demás. Es plausible que un gobernante piense en los pobres pero no como tema de alabanzas, ni como pretexto, sino como destinatarios de políticas públicas que les permitan dejar la condición de pobreza. En un Estado democrático la indigencia no es una cualidad sino la asignatura fundamental para las tareas de gobierno.
Al día siguiente, el sábado, el presidente destinó su sermón tuitero a denostar a quienes, según él: “Callaron como momias cuando saqueaban y pisoteaban los derechos humanos y ahora gritan como pregoneros que es inconstitucional hacer justicia y desterrar la corrupción. No cabe duda de que la única doctrina de los conservadores es la hipocresía. Son como sepulcros blanqueados”.
Ésa es una glosa del evangelista Mateo que dejó escrito: “¡escribas y fariseos, hipócritas!, semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”. Con la misma ligereza con la que aprovecha textos religiosos el presidente dictamina —sin atribuciones para ello— lo que es legal y lo que no. Parodiando a aquel personaje que echaba del templo a los fariseos, sentencia que quienes no son fieles suyos son farsantes y reaccionarios.
Con esa paráfrasis el presidente desconoce el empeño de millares de mexicanos, organizados o no, que desde hace más de medio siglo han mantenido la exigencia para que se respeten los derechos humanos y para que la justicia sea algo más que una aspiración alegórica. Si al presidente López Obrador le interesa identificar a varios de quienes escalaron y lucraron en el viejo régimen le bastaría con mirar en torno suyo, en donde no son pocos los que él mismo ha querido blanquear políticamente.
Mientras el presidente hablaba de sepulcros para vilipendiar a sus críticos, el país se indignaba con la masacre en Minatitlán. Ante ese aborrecible crimen López Obrador no dijo nada durante más de un día.
Aclaración y disculpa
El pasado lunes 15 de abril, en mi texto publicado en Crónica, cometí el grave error de comparar dos series de datos distintas. Equiparé las cifras de víctimas de homicidio doloso con datos del número de carpetas de investigación por el mismo delito reportados al Sistema Nacional de Seguridad Pública. Se trata de datos que por su misma naturaleza pueden ser diferentes entre sí.
A partir de esa confusión consideré que la información más reciente había sido alterada. Ofrezco una disculpa a los lectores y al diario así como a las personas que, confiando en la veracidad de mis apreciaciones, compartieron mi punto de vista acerca de los datos del SNSP.
Los datos desaparecieron y reaparecieron en el sitio del Secretariado Ejecutivo del SNSP. Por otro lado, es claro que la información sobre homicidios dolosos que ofreció el presidente López Obrador es distinta a la que publica el SNSP.
Esas irregularidades y contradicciones no han sido aclaradas por el gobierno. Desde luego esas fallas en la información oficial no justifican ni atenúan mi descuido.
La sociedad necesita datos confiables sobre la incidencia de la criminalidad. Los datos del Secretariado Ejecutivo del SNSP, como dije en mi columna, han tenido una amplia respetabilidad.
Me apena mucho esta equivocación que me condujo a hacer afirmaciones sin sustento. Al reiterar mis disculpas, ratifico mi convicción en la necesidad de que la sociedad cuente con información completa, oportuna y verídica sobre los asuntos públicos.
Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 22 de abril de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.