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Existe el prejuicio de que un intelectual es, por definición, un mal político. De hecho, ha habido algunos casos incluso catastróficos. El ex líder del Partido Liberal de Canadá, Michael Ignatieff, es un ejemplo. “Había dado clases sobre Maquiavelo, pero no lo había entendido”, confesó en alguna ocasión este distinguido académico, autor de un extraordinario libro: Fuego y Cenizas, en donde narra su experiencia como político. Los intelectuales que se han formado con la tradición literaria y filosófica de Occidente, se han hecho una idea de la política con Maquiavelo o Berlin, han leído los grandes dramas políticos de Shakespeare y conocen la historia de la política gracias a los libros de Gibbon o de Tocqueville, cuando se les ocurre entrar a la política real muchas veces se exhiben como incompetentes al afrontar la ferocidad del ejercicio del poder. Fuego y Cenizas es un libro honesto, profundo, incluso elegante. Cuando termina de leerse nos queda la impresión de que una vida dedicada a pensar en la política no es útil para hacer política real, más aún en estos tiempos de populismo exacerbado lleno de dirigentes zafios y semianalfabetos.

Pero, por su parte, Vaclav Havel es un ejemplo de lo contrario. Se trata de un intelectual que llevó a buen puerto la llamada Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia. En su discurso de aceptación del doctorado honorario de la Universidad de Oxford abordó el tema de los intelectuales en la política. Dijo: “Estoy convencido de que el mundo requiere políticos verdaderamente iluminados, dueños de la necesaria amplitud de criterio como para considerar todos los factores que se encuentran más allá del alcance de su influencia inmediata … Necesitamos líderes que puedan elevarse por encima del horizonte de sus propios intereses de poder, del inmediatismo, de su popularidad o de los intereses de sus partidos y actuar de acuerdo con los intereses de la humanidad”. Pero Tim Garton Ash, le contestó diciéndole: “no se puede ser simultáneamente un intelectual y un político en ejercicio, porque son dos roles diferentes. Una democracia sana necesita esta separación de roles, al igual que necesita la separación entre jueces y políticos o funcionarios y políticos. El trabajo del intelectual en política es sostener un espejo bien iluminado, crítico y veraz para los poderosos, un espejo en el que puedan verse a sí mismos sin las ilusiones alimentadas por la adulación que rodea al poder; y sostenerlo para que los lectores y votantes también puedan verlos.”

@agaviriau

Esto viene a cuento porque hace unos días el hasta hace poco rector de la Universidad de los Andes de Colombia, Alejandro Gaviria, anunció su candidatura presidencial para las elecciones que habrán de realizarse el año entrante en su país. El anunció agitó las aguas. Las primeras encuestas le ubican empatado en primer lugar con el populista Gustavo Petro, quien con el enorme desgaste sufrido por el gobierno del actual presidente Ivan Duque se había posicionado como favorito indiscutible. Colombia vive momentos álgidos. Las protestas antigubernamentales del año pasado y la subsiguiente represión dejaron un número desconocido de muertos y desaparecidos. Fueron las peores revueltas desde las protagonizadas en esta nación en 1948, tras el asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán. Y la economía es un desastre. Por primera vez en años se duda de la capacidad de pago y emisión de deuda del país. Se agotó el modelo de ortodoxo vigente en Colombia desde hacía décadas. Pero lo inaudito aquí es que pese a la grave crisis económica y social, y el consiguiente desprestigio de las élites políticas, Gaviria aparece hoy como un candidato con posibilidades reales de triunfo sin clamar con un discurso demagógico, polarizante y lleno de mentiras como ha sucedido en otros países de América Latina: Venezuela, Bolivia y, claro, México. Se trata de un intelectual que apela a la razón de los electores.

Gaviria es ingeniero civil con doctorado en Economía en la Universidad de California. Fue ministro de Salud durante el Gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y sobresalió por iniciativas progresistas como la regulación de compras de medicamentos y la eutanasia. Defendió la interrupción voluntaria del embarazo y la descriminalización del consumo de drogas. Dio batalla contra del glifosato, un herbicida que las autoridades usaban contra los cultivos de coca, potencialmente cancerígeno. A su favor tiene a los sectores urbanos, educados y progresistas, pero en las regiones del interior no es todavía bien conocido. Gaviria es la antítesis del demagogo. Tiene claro que las metas sociales implican tomar decisiones a veces difíciles y obligan a todos a unificar esfuerzos. No es el típico político electorero para el cual no existen limitaciones y todo se puede, y se puede todo al tiempo. En el esquema que suelen ofrecer los demagogos los recursos son infinitos, no hay que elegir entre alternativas, y a toda petición hay que decir un rotundo: ¡Sí! Gaviria ha creado una plataforma propia con el interesante nombre de Colombia Tiene Futuro. Es dueño de un talante eminentemente conciliador que contrasta con el mucho más rijoso de Petro, por eso representa para muchos la esperanza de una izquierda moderada alejada del histrionismo del candidato populista, quien será postulado por una variopinta coalición de organizaciones llamada Pacto Histórico por Colombia…¡y bien sabemos en México los desastres que pasan cuando los demagogos se ponen a invocar la Historia!

Gaviria se lanza casi un año antes de los comicios para darse a conocer en el interior del país y ante los sectores populares. Ya veremos a donde lo conducen su seriedad como candidato, su honestidad intelectual y su renuncia a utilizar el tan socorrido discurso de odio. Además, en un país que no deja de ser eminentemente católico y conservador, se ha declarado ateo y ha narrado sus experiencias con el LSD. Con razón él mismo ha calificado a su candidatura como “atípica”. También superó un cáncer linfático y cuando acabó la quimioterapia se tatuó una frase en el brazo que reza: “Your time is limited”. Será muy interesante observar como afronta el reto de convertirse en político en esta época oscura y como se despliega en un circo donde impera la imagen pública sobre la profundidad de ideas, la simplificación del mensaje sobre la honestidad intelectual, las alianzas quebradizas sobre la solidez programática y en el que la causa última siempre será la obtención y mantenimiento -a ultranza- del poder.

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