La desaparición forzada de personas es un asunto triste, lacerante que le duele a la sociedad mexicana.
Lo que han hecho los gobiernos anteriores ha sido negar el fenómeno. Hablaban del tema, pero como algo ajeno a ellos. Aceptar lo que pasaba era reconocer su responsabilidad y nunca tuvieron la más mínima autocrítica, menos humildad, de su papel y del Estado, en sentido amplio, de lo que se vivió y se sigue viviendo.
En la reunión entre familiares de personas desaparecidas y víctimas de la violencia y el entonces Presidente Felipe Calderón, en el Alcázar de Chapultepec, pasaron dos cosas: se tomó conciencia del tamaño del problema y de la insensibilidad de los gobernantes.
La primera media hora de aquella reunión fue fatal e infame. A Calderón no le parecía nada de lo que estaba pasando. Escuchaba, como obligado, los testimonios de los familiares de las víctimas, quienes estaban cargados de rabia, dolor, lágrimas y, paradójicamente, en ese momento también con cierta esperanza.
Las cosas cambiaron con el testimonio de doña Mari, madre de familia a quien le habían desaparecido a cuatro de sus hijos. Doña Mari no pudo contener las lágrimas y sin dejar de llorar contó lo que había vivido y cómo en el Gobierno no le habían hecho caso alguno cuando había presentado sus demandas; y cómo la habían traído de una oficina a otra.
Mientras Calderón escribía quién sabe qué, Margarita Zavala se puso de pie y se le acercó a doña Mari y la abrazó, lo que llevó al Presidente a hacer lo mismo. Fue el momento en que cambió el tono de la reunión.
Los testimonios adquirieron otra dimensión que supuso para las víctimas y las organizaciones de la sociedad civil, las cuales han jugado, y juegan, un papel fundamental, que a partir de este momento la política y estrategia del Gobierno sobre desaparición de personas sería otra.
El encuentro en el Alcázar hizo pensar en un antes y después, pero no fue así. El sexenio siguió bajo las mismas condiciones, con el agravante de que las desapariciones se intensificaron, la violencia se incrementó y extendió, y las respuestas y asumir responsabilidades, simple y sencillamente estuvieron ausentes.
Todo lo remitían a cuestionables expresiones de “es un asunto entre los malos”, “quién sabe en qué estaban metidos”, “son broncas entre ellos”.
El tema pasó a segundo plano para el Gobierno; los familiares de las víctimas dejaron de creer lo poco en que creían y confiaban, para hacer lo que siempre han hecho: valerse por ellas y ellos mismos.
Lo que vino después fue la continuación de la hecatombe y la insensibilidad. Lo más criticable e irresponsable del Gobierno de Peña Nieto fue que sabiendo lo que estaba pasando hizo lo mismo que su antecesor. Nunca estuvo cerca de los familiares de las víctimas, a lo que se sumó el brutal y doloroso caso Ayotzinapa.
Hace días conversamos con Araceli Rodríguez, quien perdió a su hijo en Michoacán. Era Policía Federal, lo habían enviado, junto con otros compañeros a Ciudad Hidalgo en busca de Los Caballeros Templarios. Los mandaron “sin apoyo, tuvieron que pagarse su viaje”. A los pocos días que Araceli no tuvo comunicación con su hijo, lo reportó a las autoridades; “me dieron largas y me decían que a lo mejor se había cambiado de bando”.
“Nunca volví a saber de él, he interrogado a quienes pudieron haberlo matado, me dicen poco sus abogados los aleccionan… créame, Javier yo he hecho todo, si no fuera por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, estaría totalmente sola”.
Parte de un panorama triste, doloroso y dramático. El domingo se instala el Sistema Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
Debe ser mucho más que una esperanza.
RESQUICIOS.
Se avanza en el conflicto entre gobierno y la CNTE sobre la Reforma Educativa. Para hablar en términos del muy de moda beisbol, echaron para atrás a los jardineros; y siguiendo con el mismo código, como nos decían ayer, esto no se acaba hasta que se acaba…
Este artículo fue publicado en La Razón el 22 de marzo de 2019, agradecemos a Javier Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.