“Zelensky es un gallardo hombre común que ha unido a su pueblo y al mundo contra la invasión rusa. Es la antítesis de Putin, y tal vez su némesis”, esta es la estupenda descripción que hace la revista británica Prospect del presidente de Ucrania, indiscutible Hombre del Año, impensado “Churchill del Dniéper”. Está humillando a Vladimir Putin, el cruel megalómano frío y calculador lleno de déficits emocionales heredados de una difícil infancia de pobreza material y escasez de cariño. Dicen los psicólogos que las historias de infancias tan amargas en muchos casos se pueden llegar a manifestar en la edad adulta de dos formas radicalmente distintas: desarrollando personalidades tímidas y esquivas, o lo contrario, optando por mostrarse fuertes y duros emocionalmente, como es el caso del dictador ruso. Por eso en su momento la KGB lo escogió como espía. Seleccionaba esta agencia a su personal no entre reclutas compasivos o empáticos, sino entre seres fríos, fuertes y dedicados exclusivamente a cumplir órdenes. Y si algo ha despreciado Putin a lo largo de su espantosa vida es lo que él entiende como “debilidad”, de ahí su obsesión de mostrarse como un hombre fuerte montando briosos cocerles, motos Harley Davidson y hasta osos, siempre exhibiendo un poderoso torso desnudo. Quienes se han entrevistado este acomplejado hombrecillo dicen que tiene “una mirada que no se olvida”, el tipo de miradas de hielo, insensible, penetrante, inalcanzable, aterradora.
Al megalómano ruso sus biógrafos suelen describirlo como un hombre gris, inescrutable, acomplejado, retraído y desconfiado. Conforme Putin acumulaba poder en sus manos, también se incrementaban sus resentimientos y temores. Todos estos horrores son muy comunes a los líderes megalómanos, desde luego, pero el mundo apenas hasta ahora capta a plenitud la amenaza que este señor representa como líder de un país tan poderoso. Ello porque la característica primordial en la personalidad de Putin es su grisura, su insipidez. Llegó a Moscú para trabajar en la administración de Yeltsin en los años noventa casi sin dejar rastro en San Petersburgo, pronto lo pusieron al frente del liderazgo del FSB (sucesor de la KGB) y de ahí saltó a primer ministro y a presidente. Carrera meteórica basada no en la brillantez del eficaz administrador pública, ni en el carisma del caudillo, sino en la habilidad del burócrata discreto, perseverante, ambicioso y “útil”. Occidente lo recibió con optimismo. La mayoría de los líderes de las democracias liberales lo veían, en todo caso, como un “mal menor”, con la idea de que las cosas podrían ser peores con un ultranacionalista declarado al frente del Kremlin. Pero no tardó en empezar a asomarse el vesánico líder con la idea de tener una “misión histórica”: recuperar la grandeza imperial de Rusia. Cuando intervino en Georgia en 2008, Putin afirmó: “lo que podría parecer una agresión es realmente defensa propia”. Ahora es Ucrania la víctima de sus obsoletas obsesiones neoimperiales.
Putin pensó que llegaría a Kiev casi sin oposición, pero los ucranianos lo defraudaron liderados por un hombre perfectamente apto para el papel que la historia le exige desempeñar. El bravo presidente Volodymyr Zelensky es un gran comunicador, culto, simpático, actor, bailarín, que carece de grandes abismos de personalidad, o quizá solo carga con los que tenemos los seres promedio. Es la antítesis del “monstruo ruso”. Se ha convertido en un héroe de la noche a la mañana, como un David contra Goliath, un improbable líder guerrero, un tipo sano vestido con una camiseta verde oliva y chaqueta de lana, un hombre que fue ridiculizado como un payaso hasta hace poco por tirios y troyanos y ahora se ha catapultado al escenario mundial. Encabeza e inspira a miles de soldados y de voluntarios, mujeres y hombres comunes que están luchando contra los invasores en esta guerra patriótica. Y también hay otros líderes, como Igor Kolykhayev, alcalde de la segunda ciudad más grande del país, Járkov, un rusoarlante que no habla nada de ucraniano pero no tiene duda de que su ciudad pertenece a Ucrania. Como el joven administrador de la ciudad de Mykolaiv, en el asediado sur del país, que se ha convertido en una estrella de los medios de comunicación por derecho propio con sus apariciones regulares en video. Como el alcalde de la ciudad de Melitopol, quien fue hecho prisionero por los rusos y liberado poco después por los habitantes de la ciudad. Como Vitali Klitschko, ex boxeador de peso pesado, alcalde de Kiev, presencia constante e inspiradora en la ciudad mientras visita los edificios destruidos y alienta a los trabajadores humanitarios y los voluntarios.
El fenómeno Zelensky empieza con el fracaso de toda una clase política. Después de casi tres décadas de independencia, incluidas dos revoluciones, no quedaban en Ucrania políticos en quien los votantes todavía confiaran. Y con esa pérdida de confianza sonaba la hora del populista estridente y demagogo. Llegó en su lugar un outsider, el actor inaudito, el quimérico jefe de Estado. Dicen que los votantes ucranianos eligieron un sueño en lugar de la realidad, a un candidato sin plataforma política que prefería hacer campaña con su equipo de actores improvisando sketches en lugar de los grandes mítines y eventos. Hoy se ha convertido en un héroe de proporciones humanas con el don de proyectar estas cualidad en todo el mundo. Su calidez y empatía parecen tener el mismo efecto en los británicos, mexicanos, griegos o brasileños. Su mensaje a Occidente es implacable: “Si Ucrania cae, toda Europa caerá”. O, en un giro un mucho más positivo: “Si ganamos, y estoy seguro de que ganaremos, esta será una victoria para todo el mundo democrático”. Él es la cara de estos momentos críticos y estoy seguro que perdurará en el tiempo como uno de los grandes luchadores por la libertad, cercano, digamos, a un Nelson Mandela y muy superior al falso heroísmo del Che Guevara. Zelensky se convertirá en un nuevo tipo de icono, mucho más positivo y genuino: el luchador por la libertad de la gente de “al lado”, de alguien como tú y como yo.