El ejército ruso asegura haber tomado -por fin- Bakhmut, pero los ucranianos lo desmienten. Hoy nadie sabe a ciencia cierta la verdad, pero a estas alturas saber quién “ganó” la batalla es irrelevante. Bakhmut es una ciudad arrasada, cementerio de miles de soldados, cadenas interminables de edificios destruidos, montañas de escombros y -al final- un lúgubre silencio. Proclamar la victoria en esta ciudad muerta es una burla cruel. En todo caso, se trataría de una victoria pírrica para Putin, quien dedicó durante meses enormidad de recursos y un número masivo de tropas para conquistar una ciudad con un significado estratégico solo marginal. Para colmo, lo acaba de advertir el jefe de la fuerza mercenaria Wagner, Yevgeny Prigozhin: “20 mil combatientes rusos han muerto en esta batalla y Rusia podría enfrentar otra revolución si su liderazgo no mejora su manejo de la guerra porque existe una clara disparidad social en este conflicto, con los hijos de los pobres siendo enviados de regreso del frente en ataúdes de zinc mientras los hijos de la élite asolean sus traseros en las playas”.
Hay quienes comparan esta batalla con Stalingrado, donde la obsesión de Hitler y Stalin por capturar o defender la ciudad desafió la lógica militar. La lucha por esta relativamente pequeña ciudad (70 mil habitantes) se ha convertido en la lucha más brutal y cruel de toda la guerra, una “picadora de carne”, como la describen ambos bandos. Sin embargo, por razones que solo ellos mismos conocen, tanto Zelenski como Putin han dado una importancia desmesurada a Bakhmut. Como resultado, Rusia ha estado dispuesta a soportar enormes bajas para capturar la ciudad y Ucrania vierte sin freno un flujo constante de refuerzos. Ciertamente, existen algunas similitudes entre Stalingrado y Bakhmut. Stalingrado tenía una importancia estratégica relativa, pero Hitler lo tomó personal porque la ciudad era el homónimo de su odiado rival soviético. Por su parte, Stalin considero vital mantener la ciudad a como diese lugar para no ver a Hitler regodearse con su captura. Al final, el lado alemán comenzó a tener más y más dificultades para llevar suministros al frente debido a unas líneas de logística considerablemente extendidas, al creciente número de bajas de sus soldados de infantería y al aumento de la presión por el contraataque masivo de la URSS.
Pero también hay diferencias de fondo. En Stalingrado la superioridad material y numérica estaba desproporcionadamente a favor de los defensores soviéticos. Las fuerzas ucranianas, tanto en la región de Bakhmut como en todo el frente, no tienen tal ventaja y Rusia tiene un potencial mucho mayor para movilizar tropas adicionales. La debilidad principal ucraniana es el enorme desgaste de su ejército. Ninguna cantidad de tanques occidentales podrá compensar la posibilidad de quedarse sin soldados entrenados. Por eso otros analistas encuentran más similitudes en la lucha por Bakhmut en la batalla de Verdún durante la Primera Guerra Mundial (1916), donde las fuerzas francesas fueron sometidas a un feroz y concentrado bombardeo de artillería alemana que causó bajas significativas para un defensor el cual no dejó de verter tropas en el caldero en lugar de rendirse. Verdún es el ejemplo perfecto de guerra de desgaste. Ahí murieron más de 300 mil soldados alemanes y franceses. Se utilizaron millones de proyectiles. El comandante alemán, Erich von Falkenhayn, planeaba desangrar a las fuerzas francesas con los bombardeos, pero no previó que esta “tempestad de acero” (como la llamó Ernst Jünger) convertiría a los bosques de Verdún, arrasados por los obuses, en una enorme piscina de barro que no permitía avanzar a los pesados cañones. No condujo a la derrota francesa, pero la batalla debilitó significativamente a su ejército. Por su parte, las fuerzas alemanas también sufrieron pérdidas horrendas, las cuales no podían permitirse tener. Eventualmente el agotamiento del ejército alemán y la intervención de Estados Unidos y sus tropas de refresco decidieron el final de la I Guerra Mundial a favor de los aliados y evitaron un absurdo empate.
Con su invasión tan inopinada e inepta Putin ha retrocedido más de un siglo en el modo de hacer la guerra. Se puede argumentar que Bakhmut no será otro Stalingrado o Verdún porque la historia nunca se repite idéntica a sí misma por mucho que podamos encontrar similitudes entre el pasado y el presente. Sin embargo, en un nivel muy básico si se quiere, la lucha por Bakhmut es similar tanto a Stalingrado como a Verdún porque es una batalla de desgaste donde muchos miles están siendo asesinados y heridos. La diferencia (y esto es, quizá, lo más trágico) es que pese a toda la sangre derramada por ambos lados es poco probable que determine el resultado final de una guerra cada vez más orientada a finalizar en algún tipo de “punto muerto”. El cansancio y el desgaste de las dos partes será el factor decisivo para forzar un alto el fuego y una negociación en donde no habrá un vencedor claro, al menos en principio.
Pero para Putin todo ello significaría una gran derrota, a final de cuentas. Ya lo señaló la historiadora Barbara Tuchman en su libro “La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam”: “Casi todos los líderes en situaciones críticas, a lo largo de los siglos, han sabido lo que no debían hacer y, sin embargo, lo han hecho y, con ello, aseguraron su perdición. Esto puede aplicarse perfectamente a Vladímir Putin, quien no midió bien las consecuencias de una decisión temeraria y llena de imprevisiones. Escribió Tuchman: “La sensatez. Los juicios y decisiones de un gobernante deberían basarse en la experiencia, el sentido común y la información disponible”. Pero su breve listado de gobernantes sensatos –como Solón, Alfredo el Grande, Washington– contrasta con la inacabable lista de los casos de insensatez, uno de los cuatro pecados capitales del poder, junto con la tiranía, la ambición y la incompetencia: “A veces es obstinada tozudez y ceguera ante lo evidente, en otras está presente alguna variante de la locura donde tiene un lugar especial la enfermedad de la misión divina”.