Biden ha hecho de la lucha contra los regímenes no democráticos, el leitmotiv de su administración. No es para menos: ha debido enfrentar, internamente, una polarización extrema, como quedó de manifiesto en los comicios presidenciales de 2020. Rusia intervino en ellos por segunda ocasión tratando de influir en un resultado que favoreciera a Donald Trump. Así, para Biden, la democracia es asediada y a su manera de ver, la ausencia de la misma o el resquebrajamiento que pudiera enfrentar, atenta tanto contra la seguridad internacional como ciertamente en la nacional.
Asimismo, la insistencia de Biden en que sólo las democracias funcionan en un mundo pandémico, belicoso y al borde del colapso ambiental, y que las autocracias constituyen la mayor amenaza para el mundo, parecería tener el propósito de reivindicar un lastimado liderazgo internacional de un país al que, hasta no hace mucho, el mundo rendía pleitesía. Compárese al Estados Unidos de Biden en 2022 con el de George W. Bush en las postrimerías del 11 de septiembre de 2001. En aquella oportunidad todo el mundo -o casi- bailó al son de “quienes no están conmigo están contra mí”, condenando los ataques terroristas. Incluso el mismísimo Fidel Castro, denunció esos “cobardes actos”, mientras la mayor parte de los líderes del orbe estuvieron de acuerdo en posicionar al terrorismo como la mayor amenaza, a la vez que aceptaban comparecer ante un comité del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en virtud de la resolución 1373, para explicarle a ese órgano qué convenciones contra el terrorismo habían signado, cuáles no y las razones, y en todo caso, cuándo lo harían.
Estados Unidos tuvo un respaldo cuasi universal para castigar a quienes fueron identificados como artífices de los fatídicos sucesos del 11 de septiembre, y su incursión en Afganistán para perseguir a al-Qaeda y a su líder Osama Ben Laden, amén de la decisión de debilitar al talibán, tuvieron el acompañamiento de sus aliados occidentales y otros más.
Un poco después, Bush decidió desarrollar las hostilidades contra Irak, con el pretexto de que el país poseía armas de destrucción en masa. Incluso llegó a sugerir una vinculación entre el gobierno de Saddam Hussein con el terrorismo internacional y los atentados del 11 de septiembre de 2001. Tras la ocupación estadunidense de Irak lanzada el 20 de marzo de 2003, rápidamente se reveló que ni existían las armas prohibidas, como tampoco había nexos entre Hussein y el terrorismo de al-Qaeda.
Es pertinente traer ambos hechos a colación porque, en el caso de las acciones emprendidas tras el 11 de septiembre de 2001, el gobierno estadunidense tuvo un enorme capital político en su bolsillo, mismo que se fue erosionando a medida que el “expediente Irak” se ventiló, generando, a la inversa de lo visto en septiembre de 2001, una amplia condena de parte de la comunidad internacional. De ser el país “más apoyado” se transformó en el “más repudiado.”
También ocurrieron muchas otras cosas ante las que EEUU parecía cada vez más vulnerable y disminuido en extremo como para proyectar liderazgo en el mundo en el siglo XXI: Katrina, el AH1N1, el ébola, la crisis financiera de 2008, el estancamiento de la esperanza de vida de su población, el arribo a la presidencia de Donald Trump, la polarización social, el SARSCoV2, el retiro de Afganistán, y, claro, la guerra de Rusia contra Ucrania como una suerte de “cereza en el pastel.” Ante todos y cada uno de los sucesos descritos, Washington se apreciaba mermado, frágil e incluso errático. Ello llevó a que la presidencia de Barack Obama se orientara a partir de una narrativa centrada en el poder inteligente y en una doctrina de seguridad que reconocía que Estados Unidos tendía a ser el “primero entre iguales” y que ya no podía ser el mandamás en el mundo, aunque retenía márgenes de maniobra para generar consensos. Luego llegó Donald Trump, para quien el déficit comercial de su país con la República Popular China (RP China) y diversos socios comerciales fue visto como la mayor amenaza a la seguridad nacional. Resuelto a ignorar al mundo, el Estados Unidos de Trump se apartó de los acuerdos de París, de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), de las Cumbres de Líderes de América del Norte, amenazó, en plena pandemia, con retirarse de la Organización Mundial de la Salud (OMS), le declaró la guerra comercial a la República Popular China (RP China) y se enemisto con buena parte de sus aliados, entablando relaciones cordiales tanto con Corea del Norte como con Rusia. La pretensión de make America great again iba en un sentido opuesto: make America weak again, parecía susurrar Trump.
Con este telón de fondo, Biden ha debido trabajar para tratar de que el barco no se hunda. Institucional como es él, se apoya en la diplomacia de las cumbres y así ha convocado al mundo a trabajar para enfrentar la crisis ambiental, para fortalecer la democracia y ahora será anfitrión de la Cumbre de las Américas, la segunda desde que este mecanismo nació en 1993 de la mano de William Clinton. Estos encuentros se proponen también mostrar a un Estados Unidos multilateral, alejado del aislacionismo trumpista. Con todo, la democracia, como se sugería en el inicio de esta reflexión, es una preocupación central para el mandatario estadunidense y ha invertido un capital político considerable en ello.
Como se recordará, en diciembre de 2021 Biden convocó a la primera Cumbre de la Democracia, evento al que invitó a 110 países, pero excluyendo -como hace ahora en la Cumbre de las Américas-a los que, a su juicio, no son democracias, tales como la RP China y Rusia. La cumbre fue virtual y estuvo inmersa en la polémica. Los convocados, al decir de los expertos, no eran todos democracias, lo cual generó cuestionamientos. El presidente argentino, Alberto Fernández, por ejemplo, lamentó la ausencia de Bolivia, quien no fue bienvenida a este encuentro. En esa oportunidad, Washington tampoco invitó a Venezuela, Nicaragua, Cuba, Guatemala y El Salvador. A diferencia de los guiños de Trump a Pyongyang, en esta oportunidad Corea del Norte quedó fuera de la convocatoria, al igual que Myanmar. Ello resulta inconsistente con la pretensión de propiciar un consenso en torno a la democracia. En cambio, Biden auspició profundas divisiones entre los asistentes y los ausentes. La reunión, plagada de retórica, fue aderezada con la promesa de recursos para apoyar a los medios de comunicación independientes en el mundo y para respaldar a activistas y defensores de los derechos humanos en el desarrollo de procesos electorales justos.
El pasado 24 de febrero, Rusia inició una “operación militar especial” contra Ucrania. Biden, no hay que olvidarlo, desconfía de Volodymyr Zelenski, el mandatario ucraniano, por haber conspirado éste con Donald Trump en los tiempos del proceso electoral estadunidense del año 2020 para incriminar al candidato demócrata a partir de las actividades de su hijo Hunter Biden como director de una empresa ucraniana de gas entre 2014 y 2019. Sin embargo, la incursión militar de Rusia en Ucrania, que, al decir de muchos, se pudo haber evitado de haber existido la voluntad política de Washington para negociar compromisos con Moscú a propósito de la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ha sido vista por la Casa Blanca como la oportunidad para denunciar el poder punzante del país eslavo y de su aliado la RP China, como amenazas para la seguridad del mundo. El poder punzante es una forma de poder duro. Actúa manipulando la información, que es intangible, pero que puede generar resultados favorables para el manipulador. A diferencia del poder suave que copta y seduce, el poder punzante da su versión de los hechos amparado en la fortaleza económica o militar -o ambas- de quien lo usa.
Para Biden es importante insistir en el combate de los autócratas. Internamente enfrentará elecciones de medio término en condiciones difíciles. Busca impulsar la unidad nacional en momentos no sólo de polarización política -hoy el tema de la pistolización de la sociedad estadunidense se encuentra en la cúspide de la agenda nacional de EEUU sin que Biden pueda perfilar el tema lo suficiente, esto para evitar conflictos con la Asociación Nacional del Rifle (NRA), quien es una base de apoyo fundamental para los republicanos. Biden debe unir donde Trump dividió, pero incluso su propio Partido Demócrata está fragmentado.
Esto explica la decisión de la Casa Banca de convocar a una Cumbre de las Américas de la que ha excluido a Venezuela, Cuba y Nicaragua. Hace algunas semanas, sin embargo, ante el aumento en los precios de los hidrocarburos, Washington inició acercamientos con el régimen de Maduro sin llegar a acuerdos, pero el hecho es que estos hechos se produjeron. También EEUU ha tratado de reducir algunas de las sanciones contra Cuba. Son “señales” contradictorias al final del día, que a los ojos de América Latina y el Caribe reiteran lo poco que le importa la región a las autoridades estadunidenses.
Con la queja de varios mandatarios de la región de que no se puede hablar de Cumbre de las Américas si no asistentes todos los países del continente, más la decisión del Presidente André Manuel López Obrador de no asistir, la cita que comienza el 6 de junio en Los Ángeles se perfila como un desastre. Independientemente de cuántos jefes de Estado harán acto de presencia, la cumbre ya fracasó, no sólo por el tema de la exclusión, sino porque pretende hacer de este evento un foro para condenar a Rusia, evitando el abordaje de los temas que son prioritarios para los latinoamericanos y caribeños. Biden, al querer salvar la cara frente a los comicios de noviembre próximo, parecería arrojar a los latinoamericanos a los brazos de una RP China para quien no existe ningún conflicto de interés al hacer negocios con los diversos regímenes de la región, trátese de Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia o Cuba. A diferencia del pragmatismo de Beijing, que le está reportando enormes beneficios al gigante asiático en la región, EEUU debilita su ya de por sí mermada gestión en los asuntos hemisféricos y reitera e incluso acelera su debacle como poder mundial al ser incapaz de proyectar liderazgo en su zona natural de influencia.