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martes 17 septiembre 2024

“Bobby y El Tigre. Los soldados del clan”

por Marco Levario Turcott

En la República de la Esperanza, la corrupción invadió todo. Desde las altas esferas del gobierno hasta a los millones de ciudadanos que la dispensaban porque también les tocaba su tajada, recibían a cambio un emolumento mensual. El poder estaba en manos de “El Jefe”, un tirano que se alimentaba del culto a la personalidad y de creerse la encarnación del pueblo.

Bobby era uno de los tres hijos que tuvo “El Jefe” con su primera esposa. Nunca trabajó porque la actividad política de su padre, aún cuando se situara en la oposición, fue subvencionada por amigos y empresarios y esto incluía la manutencon de la familia. Desde pequeño había sido amigo de Amílcar, un sujeto parlanchín y presuntuoso pero fiel como perro. Por ello cuando “El Jefe” ocupó la silla que tanto le había obsesionado, los amigos Bobby y Amilcar babearon y luego pusieron manos a la obra. Literalmente. A la obra pública para hacer gigantescos negocios. El apellido de Bobby era asumido como indicación por lo que “El Tigre”, como se le conoce a Amílcar, se encargó de operar en un mundo de asignaciones directas, ofertas y compras a granel. La única dificultad que había era la locuacidad de Amílcar porque se comportaba como el niño que grita en la montaña rusa, ostentando la facilidad para hacer dinero con sólo llamar por teléfono.

Bobby y Amilcar son socios, junto con otros amigos más entre los que también está Andy quien no sólo hizo una chocolatera de la nada sino que comenzó a participar de los contratos para la explotación de minas en Oaxaca o de la venta de balasto de mala calidad para la construcción del Tren Maya, lo que pone en riesgo a los pasajeros.

El clan prosperó en un alterón de papeles de precios sobrevaluados y licitaciones amañadas y, sobre todo, al amparo de “El Jefe” quien, durante sus ruedas de prensa matutinas, los defiende a capa y espada.

“El Jefe” tenía descompuesto el rostro la mañana siguiente a la revelación de las artimañas de sus hijos y sus amigos. Fuera de sí, aquel día exigió las pruebas que, sin embargo, estaban a la vista y a los oídos de todos: documentos, contratos y muchas llamadas telefónicas de “El Tigre” para gestionar la red de influencias del clan. “El Jefe” ni las vio ni las oyó. En cambio, arengó contra “El periodista” que reveló estos contubernios. “Cuánto gana ese chayotero”, interrogó con esa sonrisa sardónica tan suya, donde los labios ondean como una culebra y los ojos se pierden en el espacio. Luego, desde su oficina giró instrucciones para que Pablito, el encargado de la Unidad de Inteligencia Financiera, averiguara todo sobre la vida de “El periodista” y el medio de comunicación en el que trabajaba para fincarle cualquier delito. Pablito interrumpió su comida en el Au Pied de Cochon de Polanco, en la ciudad de México, se limpió los bigotes del vino Petrus Merlot de 110 de mil pesos, y comenzó a trabajar. Su labor duró tres meses sin resultados satisfactorios para “El jefe” quien, al escucharlo, golpeó en la mesa y ordenó que se les fabricaran acusaciones. Por cierto, muy pocos medios de comunicación y periodistas condenaron ese atentado contra la libertad de expresión.

Las pruebas, ahí están. Para quien quiera verlas. “El Jefe” no las vio desde luego, él siguió gobernando impune y omnipotente, alentando la corrupción de sus hijos y sus amigos mientras hablaba y hablaba de honestidad. Siempre con el dedo índice levantado para subrayar que ellos no eran iguales a los que estaban antes en el poder porque “nosotros sí tenemos principios, idiales”.

En la intimidad de la familia “El Jefe” prodiga mimos a sus hijos y, en especial, a Bobby aunque a él y a “El Trigre” los regañó muy duro por las indiscreciones. Bobby sólo masculló algunas palabras donde alcanzó a oir un “pendejo” y un “no vuelve a suceder padre”. Amilcar sólamente maulló aunque al salir de Palacio Nacional rió como chimpancé: estaba seguro de que, en la República de la Esperanza, ellos eran intocables.

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