Borges contaba que en el Corán no hay camellos. Cuando escribió al respecto en “El escritor argentino y la tradición” (1932), sus reflexiones sobre la relación entre culturas nacionales y literaturas estaban, en buena medida, enfocadas a criticar el nacionalismo cultural. Éste, promovido tanto por ministerios de cultura como por comunidades de artistas y consumidores culturales, dicta formas y temas: “los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo”. A pesar de su cabal salud, en el primer cuarto del siglo XXI el nacionalismo cultural quizá parezca difuminado frente a colectivismos que, en menores escalas, hoy —como al principio del siglo XX y antes— pretenden dictaminar cuál debe ser la materia del arte. La crítica que Borges hizo del nacionalismo cultural puede servir también para pensar las lógicas identitarias que descalifican las prácticas artísticas que no se unen a sus causas.
Borges retomaba la cuestión de los camellos en el Corán de Gibbon, quien mencionaba esa ausencia. Borges escribió que “Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes […] en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos […] pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos”. Además de alejarse del folclor, Borges suponía que una literatura no surgía espontáneamente, sino que provenía de un cuerpo cultural que la antecedía y que esa tradición no tenía por qué ser sólo local: “este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias [de Kipling, Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses]”. El Borges de “El escritor argentino y la tradición” era un autor abierto a diversas lenguas y culturas.
En el mismo ensayo, Borges desaconsejaba retomar la literatura española como tradición para la argentina, por dos razones. Por una parte, porque “la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España” en literatura y otros campos. Y, por otra parte, porque Borges creía que el gusto por la literatura española no era común entre los argentinos, pues su sensibilidad tendría una distinta orientación. Contra criterios deterministas, Borges no parecía suponer una matriz cultural inevitable, en cambio, afirmaba que “el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos. Investigar las causas de un fenómeno, siquiera de un fenómeno tan simple como la literatura gauchesca, es proceder en infinito”. Más que la cárcel nacional, a Borges le comenzó a interesar una red inconmensurable.
Aunque hoy el mínimo gusto por una hipotética europea rubia pueda provocar la condena de ser consecuencia de machismo, y de padecimiento de colonialidad; en aquel momento Borges abrazó una posibilidad que hoy se identifica como origen de esas disposiciones: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental”. Según él, además, la condición de excentricidad de los sudamericanos —y acaso de cualquier sociedad que no sea referente en el mundo—, abriría, paradójicamente, la oportunidad de producir innovaciones en ese legado común que es la cultura occidental. Sin embargo, y atendiendo otras observaciones de Borges, esto último es, sobre todo, una disquisición: ni lo artistas americanos nos ajustamos invariablemente a esa alternativa, ni los escritores de países desarrollados están siempre más limitados creativamente. Borges reconocía también que cuando menos una de esas tradiciones centrales no era homogénea: “la literatura británica es menos un debate de escuelas que una vasta multitud de individuos” (Textos cautivos, 1986).
La argumentación de Borges en “El escritor argentino y la tradición” desemboca en algo que ahora se asemeja al escándalo de lo que —según la “neoinquisición”— sería una ingenuidad universalista: el afán de los escritores argentinos habría de ser lo universal, reduciendo lo nacional a condición ineludible pero no fundamental: “Nuestro patrimonio es el universo […] o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. Sin embargo, con realismo, o crudeza, Borges no temía afirmar que: “lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena” (Textos cautivos). Identificaba —al menos en cierto momento— a la inglesa y la francesa como “las dos literaturas más ricas del mundo occidental” (Textos cautivos).
Considero que a Borges, en sus diferentes etapas, no se le escapaba que sus ideas atañían a posibilidades específicas de la literatura. Al lado de esa opción había y hay otras prácticas. Por ejemplo, sobre un escritor estadounidense escribió: “Brooks ataca la aldeanería de América y esa aldeanería es la que lo aplaude”, fuesen lectores europeos o estadounidenses (Textos cautivos). Es decir, Borges reconocía que al lado de la autonomía literaria había realidades de lectura social que daban y dan pie a sus propias dinámicas, ajenas a la especificidad literaria que a él le interesaba. En un periodo anterior a “El escritor argentino y la tradición”, Borges concebía que las naciones mostraban dos “índoles”, una “apariencial” y otra “esencial” (Inquisiciones, 1925), que estaban en tensión, pero —crucialmente— intuía que la segunda, producto de “la pausada historia” se traslucía en “el lenguaje y las costumbres”. La cuestión no lo abandonaría, pues décadas después decía: “¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos” (Borges oral, 1979). Más que archivo inmarcesible, una idea de la cultura nacional que se va conformando como ejercicio práctico e imaginario.
Borges comenzó su trayectoria ensayística —a pesar de esbozos que apuntaban a ideas que desarrollaría— con deslices como dictaminar temas nacionales. Pero, posteriormente, concibió lo nacional como elemento que no era menos real por imaginario. Rechazó los textos que contenían aquellas primeras ideas —”libros ahora felizmente olvidados”— y contaba que su escritura tuvo un “sabor” argentino cuando ya no se lo propuso y optó por “abandonarse” (“El escritor argentino y la tradición”). Ser escritor de cualquier nacionalidad, llegó a significar, para Borges, un hecho lingüístico objetivo y un tono literario: “un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy” (Prólogos con un prólogo de prólogos, 1975). Ser escritor es crear una relación particular con el lenguaje.
Sobre Ibsen, hacia el final de su vida, Borges anotó que gracias al dramaturgo: “la tesis de que una mujer tiene derecho a vivir su propia vida es ahora un lugar común” (Biblioteca personal, 1988). Mis lecturas de Borges quieren creer que, para entonces, él concebía que la relación entre las sociedades y las literaturas no tenía sólo el sentido de que la realidad diera forma a la ficción. Siendo así, ser argentino, mexicano o británico, igual que ser cualquier tipo de aborigen —andino, vikingo u otro—, así como pertenecer a un género innombrado hasta hace pocos años, no sería necesariamente la experiencia definitoria de un creador. Como en su conclusión alrededor de los árabes en “El escritor argentino y la tradición”, Borges sugería desplazar la centralidad de los tópicos del nacionalismo cultural —sobre todo en la cultura oficial— y, en cambio, confiar en una ruta distinta: “podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local”. Sin ser preceptivo, Borges apuntaba: “si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores”. Más allá de Borges, rechazar la propia tradición no es una falta —aunque con frecuencia no pase de fanfarronada—, puede ser empresa artística, porque la inscripción a una nación y una cultura no es virtud ni algo deseable o indispensable, es apenas fatalidad.