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jueves 19 septiembre 2024

“Calixto y Jairo el burro”

por Marco Levario Turcott

México, 1910. El país estaba sumido entre conspiraciones y revueltas, y la ciudad de México era un hervidero de cambios. En esa atmósfera, un joven sin nombre ganaba el sustento en el Circo Orrín, el más famoso espectáculo itinerante. Aunque se presentaba como payaso, el hombre sin nombre era patiño ocasional del Payaso Pirrimplín, pero sobre todo criado: limpiaba las pistas, barría el aserrín, alimentaba a los animales y limpiaba su mierda. También ayudaba a montar y desmontar el circo cada vez que se mudaban a un nuevo lugar.

Toda su vida, el hombre sin nombre había intentado ser payaso como vía para esconder las limitaciones intelectuales que su padre le embarraba diariamente, llamándolo “El pilguanejo Calixto”. El problema es que hacer reír tiene su chiste y el hombre sin nombre era flemático y pesado como los guaruras de Álvaro Obregón. No hacía reír a nadie, ni siquiera por su físico que era como el del frijol bayo. Sin embargo, “El pilguanejo Calixto” no quería dejar el circo porque no tenía otro refugio, su familia lo había expulsado, y porque estudió hasta el segundo de primaria, porque el profesor le dijo a su padre que su primogénito tenía fundido los bulbos. Además, Calixto tenía apego por los animales, en particular con el asno Jairo, con quien se identificaba por sus rebuznos destemplados.

Un día, el hombre sin nombre decidió desquitarse del mundo y cambió su estilo durante una de sus esporádicas participaciones y empezó a burlarse de la gente, poniéndole motes a los niños o gritando a los adultos “¡Déjense ahí”!, como si fuera una frase célebre de Ricardo Bell, uno de los mejores payasos de aquella época.

Calixto hacía sus gracejadas montado en el burro Jairo e insospechadamente sus formas grotescas llamaron la atención de Don Porfirio, un político autoritario que buscaba usar el vodevil para su beneficio, en escarnio de sus adversarios. Don Porfirio vio en el limpia mierdas una herramienta perfecta para ridiculizar a sus opositores y le ofreció trabajar para él, burlándose de sus enemigos.

El hombre sin nombre aceptó de inmediato y comenzó a ser parte de otros bufones como los payasos Fisgón y Hernández, y pronto se ganó la ternura de Don Porfirio. Calixto se burlaba de sus opositores políticos, llamándolos “ignorantes”, “incapaces” y “feos” y los adeptos de don Porfirio reían porque también trabajaban para él. En el fondo, el hombre sin nombre no tenía que exhibir ningún talento.

Pero algo muy extraño sucedió, en una de las calles al norte de ciudad de México, donde se instaló el circo Orrín, a finales de septiembre de 1916. Después de una función, Calixto se miró al espejo y vio sus encías más pronunciadas, así como las orejas más grandes. El maquillaje se le estaba corriendo debido a las lágrimas que le comenzaron a brotar. Su sonrisa se había desvanecido ya conforme las piernas le crecían hasta alcanzar la forma de un jumento. Poco a poco, su reflejo comenzó a desaparecer, como si lo estuvieran borrando con un trapo mojado al mismo tiempo que transformaba sus formas. Desesperado, el hombre sin nombre intentó agarrarse a su propia imagen, pero esta se desvaneció en el aire, como el humo de un cigarro. Estaba solo, rodeado de sombras que gruñían burlándose de él. Entonces el hombre sin nombre salió despavorido, dejando tirones de ropa en el piso y manchas de colores, como una máscara abandonada en el suelo. Algunos minutos después, un burro comenzó a rebuznar y no dejó de hacerlo, sino hasta el amanecer, cuando huyó hacía nunca se supo donde. Lo cierto es que Jairo y Calixto quedaron unidos para siempre.

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