Hace veinte años llegué a los Estados Unidos como un migrante más en busca de una oportunidad económica y huyendo de la inseguridad. A pesar de que tuve la suerte de convertirme en ciudadano estadounidense siempre seré considerado como “el mexicano con acento chistoso” por la mayor parte de los anglos que ven a los inmigrantes en el mejor de los casos como un mal necesario para tener mano de obra barata que les recoja sus cosechas, limpie sus casas y cuide a sus bebes.
Desde sus orígenes, Estados Unidos es un país de migrantes; cuando llegaron los “peregrinos” en busca de la libertad religiosa que no tenían en Europa y después de exterminar a los indígenas originarios, declararon su independencia, pero reservaron la ciudadanía a los “hombres blancos” borrando de un plumazo a los indios y a los esclavos negros que sostenían la agricultura.
Cuando la economía estadounidense ha necesitado de mano de obra, la política migratoria se liberaliza, pero tan pronto la urgencia termina y se cierra un ciclo económico, regresan las políticas populistas que culpan a los migrantes de todos los males del país.
A finales del siglo XIX con la expansión al oeste y la fiebre del oro en California se permitió la llegada de cientos de miles de chinos que fueron usados como trabajadores semi-esclavos para la construcción del Ferrocarril Transoceánico; pero tan pronto la obra terminó, el congreso aprobó el Acta de Exclusión China, en la cual se ordenaba la deportación inmediata de ciudadanos chinos y la prohibición de entrada de nuevos migrantes chinos al país.
Durante la gran hambruna en Irlanda de 1845 a 1848 se calcula que inmigraron más de un millón de irlandeses que venían huyendo del hambre y las pestes que asolaban su país. Ellos fueron discriminados por ser católicos y pobres; tuvieron que pasar cien años para que John F. Kennedy, un descendiente de irlandeses, se convirtiera en presidente de los Estados Unidos.
Otra gran oleada migrante que fue discriminada provino de Italia en los inicios del siglo XX, particularmente venían de Sicilia y como pueden imaginar también migraron por hambre y pobreza; se calcula que cinco millones de italianos subieron en barcos atestados de gente para llegar a América donde en la famosa isla de Elis en Nueva York, la estatua de la Libertad les daba la “bienvenida” pero al llegar fueron desinfectados, maltratados y hacinados en campos de refugiados. Hoy en día, sus descendientes constituyen la quinta población más grande de los Estados Unidos.
Durante la segunda guerra mundial, se movilizaron millones de hombres al frente de batalla y a las industrias militares, dejando abandonado al campo, por lo que el gobierno estadounidense buscó la mano de obra a través del “Programa Bracero” que permitió la entrada de un millón de mexicanos para trabajar en las cosechas.
Terminado el conflicto, la administración de Eisenhower promovió la repatriación forzada de mexicanos e incluso fue más lejos puesto que deportó a los hijos nacidos en territorio estadounidense y quienes tenían derecho a la ciudadanía por nacimiento.
En los años ochenta y debido a la crisis económica, México se convirtió otra vez en el principal expulsor de migrantes a los Estados Unidos, pero en esta ocasión el presidente Reagan aprobó la legalización de dos millones de inmigrantes, la mayoría mexicanos.
La recesión que comenzó en Estados Unidos en el 2007 y cuyos efectos todavía se resienten, trajo también el sentimiento antiinmigrante que en buena parte llevó a la presidencia a Donald Trump, quien enarbola las banderas más xenófobas de la sociedad estadounidense. Su propuesta de construir un muro en la frontera sur ha sido la más polémica pero también la que más dividendos políticos le ha redituado.
Hoy, las tres caravanas migrantes que partieron de Honduras principalmente pero que también incluyen guatemaltecos y salvadoreños, son el nuevo éxodo que toca las puertas de la potencia y como un fenómeno sociológico trae a los más pobres, a los marginados, a los que nadie quiere, en busca del sueño americano, que según parece será más bien una continuación de su pesadilla porque la administración Trump ya movilizó a cinco mil miembros de la Guardia Nacional para reforzar a la patrulla fronteriza y evitar su ingreso masivo.
Cuando en los ochenta muchos migrantes centroamericanos trajeron a sus hijos, los padres trabajaban todo el día y muchos jóvenes crecieron en la calle y aprendieron que juntándose en pandillas se podían defender de otros jóvenes negros y mexicoamericanos, pobres como ellos pero que los veían como intrusos en su territorio y cuando el gobierno deportó a millares de estos muchachos, ellos crearon las “maras” que ahora asolan Centroamérica pues llegaron organizados y sin competencia territorial.
De estas ‘maras” también vienen huyendo los miembros de las caravanas ya que obligan a sus hijos a entrar en el “negocio” bajo pena de ser golpeado, violado o asesinado.
Las caravanas causan furiosos debates en todos los sectores, pero ¿los podemos culpar de ser pobres, analfabetas, sucios, con hambre, con miedo?
En los próximos meses se definirá su destino, puesto que Trump asegura que si los deja entrar ya no será una ola sino un tsunami el que golpeará la frontera sur.
Y si no pueden entrar se quedarán a vivir en las calles de Tijuana y Mexicali provocando enfrentamientos con pobladores o si la cordura prevalece se integrarán a la sociedad mexicana; el otro camino es hacerle el trabajo a Trump y deportarlos masivamente.
Por lo pronto, el gobierno saliente voltea a otro lado, esperando que López Obrador se haga cargo de la difícil negociación que le de una salida política a un conflicto social.