“No se debería mezclar política y fútbol”, nos dicen siempre ciertos santurrones cuando se celebra un campeonato mundial de futbol o una olimpiada, pero pocas cosas están tan interrelacionadas como el deporte y la política, y no siempre para mal. Cierto, uno de los primeros en entender la utilidad del futbol para la política fue Mussolini, quien aprovecho la celebración del campeonato de 1934 en Italia para hacer propaganda del fascismo. No era el Duce particularmente adepto al deporte de las patadas, pero entendió su eficacia para impulsar los sentimientos nacionalistas de las masas, granjear apoyo entre los sectores populares y exaltar a Italia ante el mundo como una supuesta potencia mundial emergente. Evidentemente, para el Duce el único resultado aceptable era la coronación de Italia a como diera lugar. A Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Futbol, le advirtió: “No sé cómo le hará, pero Italia debe ganar este campeonato” y en el descanso de la final contra Checoslovaquia Mussolini entró al vestidor italiano con un mensaje claro para el seleccionador italiano: “Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”. Finalmente se consiguió el trofeo, pero a base de intimidaciones, trampas y malos arbitrajes.

Pero no siempre le ha resultado bien la jugada a los dictadores esto de organizar mundiales. En Argentina 1978 también se coronó el equipo local (tras una sospechosa goleada de 6-0 ante Perú). Sin embargo, los reflectores de todo el orbe no solo se fijaron en las canchas, sino en la represión generalizada ejercida por el régimen militar. Por otro lado, el futbol no ha sido solo utilizado por las dictaduras y, de hecho, su expansión ha sido resultado del ascenso histórico de la democracia. El triunfo de la Alemania Occidental en 1954 simbolizó el renacimiento germano en un ambiente de democracia y libertad restauradas después de la debacle de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda fue un episodio alentador la celebración del mundial en la Sudáfrica post apartheid. También el futbol es útil porque permite enfrentamientos simbólicamente limitados y sin grandes riesgos políticos. Para muchos países un determinado triunfo en un mundial puede representar una “revancha histórica”, como la gozada de los argentinos ante los ingleses en México 1986, cuatro años después de la Guerra de Las Malvinas, o el triunfo del equipo de Irán ante el de Estados Unidos en 1998. Asimismo, el futbol ha sido importante elemento de integración multicultural, como ha sucedido con la selección francesa, la cual ganó los mundiales de 1998 y 2020 con un equipo constituido por africanos, europeos y argelinos. En fin, un triunfo plurinacional. Algo parecido sucedió con el equipo representante de Alemania, campeón en el torneo de 2014.

Dentro del complejo mundo de la política internacional contemporánea el futbol es un poderoso factor de “poder blando”, del arte de obtener influencia internacional por la “vía suave”. El dominio estratégico, el poder duro de los tanques y los cañones espanta e incluso suscita una reacción de rechazo. De ello puede dar buen testimonio Vladimir Putin. Pero el éxito en el deporte en general, y en el futbol en particular, suscita respeto y admiración global. Conquista los corazones y las mentes, impresiona a la opinión pública mundial. El poder blando se está convirtiendo en una parte esencial en la fuerza real de una potencia. De hecho, para muchos analistas el ascendiente adquirido mediante el poder duro de los arsenales y los ejércitos es impotente si no va acompañada de una buena dosis de poder blando, y en ello el deporte ocupa un lugar relevante. Es otra forma de “continuar la política por otros medios”, parafraseando aquella famosa grase de Clausewitz de “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. El ambicioso Xi Jinping lo entiende y por eso le preocupa la endeble posición de China en la jerarquía futbolística mundial. Para él es una contradicción humillante aspirar a ser la primera potencia del planeta y ser tan malos en la cancha. China solo se ha clasificado una vez para el Mundial, en 2002, aunque el deporte es muy popular en el país. Las autoridades chinas han logrado atraer a su liga nacional a jugadores estrella de otras ligas con salarios muy atractivos. También se proponen crear hasta 25 mil escuelas de fútbol y, probablemente, tratarán de organizar el Mundial de Futbol de 2030 (dinero para corromper a la FIFA no les faltaría), pero ni con los billetazos ni con los anhelos de dominio global de un líder megalómano y arrogante basta para brillar en el maravilloso mundo del fútbol.
Ahora, en Qatar, se está viviendo el mundial más politizado de la historia. Los jeques querían colocar al emirato como el indiscutible gran campeón del poder blando, pero ha pasado todo lo contrario. En algo análogo a lo sucedido en Argentina 78, el Mundial solo ha logrado centrar la atención del mundo en el trato abusivo del régimen qatarí a los trabajadores migrantes, en la discriminación a las mujeres, en la represión de las personas LGBTQ+ y, en general, en los abusos contra los derechos humanos. El cínico de Gianni Infantino, presidente de la FIFA, quiso responder a los críticos llamándolos “racistas” (sí, como también hizo ese otro cinicazo de nuestro Peje al insultar a quienes fuimos a marchar en defensa del INE). Pero la pataleta no servirá para nada (ni allá, ni aquí).
Una vez empezado el torneo Qatar se echó para atrás en su promesa de celebrar una “fiesta abierta para todos”. Se prohibió a siete selecciones usar brazaletes OneLove en solidaridad con la comunidad gay. También se rechazó la solicitud de la selección belga de usar una camiseta con una etiqueta de “Amor” combinada con un símbolo multicolor. A un periodista se le negó la entrada al partido de inauguración porque llevaba una bandera del arcoíris. Polémica también ha sido la prohibición de la venta de cerveza en los puntos previamente designados como “Fanpoints”. Pero, pese a todo esto, muchos siguen viéndole virtudes a la decisión de haberle otorgado a Qatar la sede del mundial. Prefieren mirar hacia el futuro en clave positiva, dicen, y destacar “la dimensión universal” del futbol y su decidida apuesta por “enlazar zonas de la tierra”. “En una región geoestratégica de tal importancia” puede contribuir a potenciar los cambios… poco a poco, estos eventos van creando un contagio positivo, eso abre fronteras y puede cambiar hábitos y leyes”, ha dicho Gaspar Díez, redactor jefe de Deportes de Europa Press. Bueno, hasta la revista The Economist habla del mundial como “una oportunidad para demostrar las distintas formas como pueden hacerse las cosas en favor del progreso de la sociedad”. Ojalá, de verdad, se obtengan consecuencias positivas en Qatar como resultado del mundial, como la ampliación de las libertades a las mujeres. Lo dudo. Y de los daños hechos al Campeonato Mundial de Futbol no hablo, porque para ello la FIFA se pinta sola.