En mi opinión, el primer paso para articular un discurso opositor tiene que partir de eliminar el ruido blanco que inunda la discusión. Esto es especialmente vigente en redes sociales, donde la comunicación está orientada a mover emociones en lugar de debatir y contrastar.
¿Quién tiene la razón entre los bandos enfrentados tanto en medios como en redes? Ninguno: la única posibilidad de llegar a un estado mejor al que tenemos está en nuestra capacidad para leer distintas fuentes, ponderarlas y a partir de ahí formar nuestro juicio.
Sin embargo, no todas las plumas valen la pena, sean de la tendencia política que fueren. Incluso habrá varios que, aunque puedan ser populares, su opinión es prescindible. Por ello se presentarán tres criterios para detectar editorialistas que deberían dejarse a un lado.
Primero: ¿se presenta el editorialista como dueño de la verdad? No existen verdades absolutas cuando hablamos de asuntos públicos. Cada decisión arrojará ganadores y perdedores, y cada uno recurrirá a partidos afines. El debate será primordialmente político antes que técnico.
Tampoco hay analistas “independientes”: aunque lo deseable es que los congruentes sean los más leídos, todos tienen alguna visión sobre los asuntos públicos que los hará afines o no a una postura partidista. Por lo tanto, hay que cuidarse de quienes se presentan como voceros de “la verdad”: su objetivo no es otro que adoctrinar.
Segundo: ¿explican todo a través de dos posiciones opuestas? Toda postura política es compleja y no se puede explicar a través de parámetros rígidos u opuestos diametralmente. La palabra “neoliberalismo” no explica gran cosa, aparte de ciertas medidas de política macroeconómica; aunque sería más claro usar palabras como “liberalismo económico a ultranza” o “capitalismo descarnado”. Los términos “liberal o “conservador” perdieron vigencia a finales del siglo XIX y hoy sólo son usados como si México fuera una monografía de papelería. Tampoco es de gran utilidad hablar de “izquierda” o “derecha” como la imaginábamos en los años ochenta, y de hecho se encuentran en un proceso de redefinición.
La utilidad de estos términos es más discursiva que práctica, pues ayuda a dividir el mundo entre amigos y enemigos. La razón: es más fácil manipular a la opinión pública si se le hace ver como parte de un proyecto entre opuestos. Lamentablemente este tipo de visiones terminan generando militantes y misioneros, no políticos y por lo general cuando triunfan empiezan los procesos de reeducación y segregación de los perdedores.
Mientras tanto, es divertido seguir los timeline de quienes explican el mundo a partir de opuestos por dos razones. La primera, tienden a desdoblar todas sus fobias y prejuicios en el bando que perciben como el enemigo. La segunda, en el afán de verse del lado que ellos califican como bueno, por lo general son capaces de dejar pasar cualquier incongruencia o postura selectiva.
Tercero: ¿hacen analogías simplistas con lo que pasa en otros países? Sin duda la política comparada es una herramienta indispensable para el análisis, entendiendo que tenga un método, elementos comparables y parámetros claros. De esa forma se pueden entender los fenómenos, vincularlos a lo que sucede en otras partes del mundo y anticipar estrategias para enfrentarlos.
Al contrario, quienes hacen analogías simplistas creen que todo lo explican con frases como “nuestro Macrón”, “el Tea Party mexicano” o comparaciones que no tienen sustento y cuyo atractivo se basa sobre la simpatía o aversión que nos causan los movimientos y actores de otros países.
Les recomiendo una desintoxicación en su consumo diario de editoriales y redes sociales: sólo vean por encima a estas personas. Verán cómo cambia su perspectiva en pocos días.
Este artículo fue publicado en Político.mx el 16 de mayo de 2019, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.