Según La Rochefoucauld, hay dos cosas que no se pueden ver directamente: el sol y la muerte. Pero no es cierto. Hay quienes baja la cortina y no cierran los ojos. Manuel Jabois cita en un artículo (“Lecciones antes de la cicuta”, en El País) cómo Sócrates habría practicado la flauta mientras le preparaban la cicuta. “Por aprender”, habría contestado a quienes, si le tenían que preguntar, probablemente no iban a entender semejante respuesta. Suetonio cuenta que en un evento gore de esos que tanto les gustaban a los romanos, los desdichados que ya la veían venir le dijeron al emperador: “Ave, César, los que vamos a morir te saludamos”. A lo que Claudio habría contestado: “O no…” Quizá sólo lo dijo para que el fatalismo no arruinara los juegos, pero de cualquier manera el intercambio es de antología.
Estoicismo también el del gángster (Al Pacino, en Donnie Brasco) que asume una responsabilidad y va a despedirse de su mujer antes de que lo maten sus socios. Osadía irredenta el asalto final de Butch Cassidy y el Sundance Kid, cuando se lanzan contra el ejército boliviano. Hay casos especialmente valiosos por su impacto en la civilización: Mozart, que ve la muerte y empieza el Réquiem; o el buen Orwell, que la sentía rondando mientras se encerraba en una cabaña para terminar 1984; o Zelensky, y millones más, que no se rajaron y se juegan la vida en una dimensión años luz de la masa de rusos que calladitos se ven más bonitos ante el genocidio que perpetran su gobierno, sus amigos, sus familiares. Fuera de los registros mediáticos el mundo se llena con estampas infinitas de dignidad, que sólo conocen las familias, los cercanos. O nadie. La mujer desahuciada, enorme, que remodela su cocina antes de morir. O el niño invadido de cáncer que sonríe.
Así como plantarse con entereza ante la muerte no es enchílame otra, tampoco se puede dar por descontado, ni mucho menos, vivir “con los ojos abiertos”; título éste, por cierto, de un libro de Yourcenar, ejemplo precisamente de lucidez. Para acreditar ésta, ayudan por contraste sus contrarias: las mentalidades de corral, como los anónimos en redes sociales, transparentes en su complejo de inferioridad (o de superioridad, da igual), o como las sectas de cualquier denominación que construyen sentido en silos febriles. El no-ciudadano se funde con la masa o con la jauría: es la cobardía como intuición y comportamiento político.
México es hoy uno de esos tiempos y lugares en los que una democracia se asoma a una encrucijada esencial, en este caso con el corral y el sectarismo, los silos y las fiebres, las masas y las jaurías, como metáforas o descripciones puntuales de un gobierno y sus seguidores y sus cómplices, que ahora van por la dictadura o lo que más se le parezca. Por lo pronto, nada ha sido suficiente para provocar una auténtica movilización ciudadana. Quizá porque lo que no hay suficiente es ciudadanía o, lo que es lo mismo, porque predominan el miedo, el egoísmo, el cansancio y la ignorancia. Ya se verá, pero algo es seguro: si una mayoría no asocia el alud de calamidades con la caterva de ineptos que quieren eternizarse, se vote o no por ellos; si los zombies y los cínicos creen que tendrán buenas vidas zambullidos en la desidia; si no hay unidad intransigente y suficiente para detener la puñalada trapera, el país no tendrá retorno ni remedio. Y todos veremos a la fuerza destructora hincharse y al país achicarse más y deformarse más. Y todos son todos. Aunque algunos cierren los ojos.