Por un tiempo trabajé en la creación de una revista de cine. El proyecto no llegó a realizarse, pero conocí a críticos de diferentes lugares del mundo, que serían parte de los colaboradores. Me llamaron la atención algunas reacciones y actitudes. Un famoso académico francés de inmediato, a rajatabla, me pidió una definición política de la futura publicación. Pero la conversación que más atónito me dejó fue una en que alguien me dijo aspirar a tener una columna de “recomendaciones”. La propuesta me escandalizó. Me resultaba tan contraria a la apreciación del cine como la ocasión en que el director de una página de internet me informó que no quería publicar críticas negativas. Quizá sólo le interesara difundir valoraciones positivas, es decir, recomendaciones. Ambos casos eran renuncias a la crítica.
Las funciones de la crítica de las artes son múltiples. No obstante, la tendencia a eso que llaman recomendaciones no es el cumplimiento de la crítica, pues no es cabal expresión ni de la experiencia viva de las artes, ni del pensamiento sobre ellas. El hecho es que en la dinámica de los medios de comunicación realmente existentes hay una tendencia implícita a identificar la crítica con las recomendaciones. En los medios escritos uno de los factores que determinan esto es la dimensión de los textos. Esta columna semanal de crítica cultural sería publicada en un periódico nacional. La extensión designada: menos de 3,000 caracteres contando espacios —la mitad de esta colaboración. Era espacio insuficiente, si quería acercarme a la crítica. Pero era dimensión apropiada si se trataba de influir en cómo pasar el tiempo de ocio.
Las recomendaciones se parecen bastante al ejercicio de la condescendencia y de la propia egolatría. Por supuesto, hay un público que intenta acercarse a las artes y busca orientación para lograrlo. Sin embargo, los métodos vigentes son deficientes. Las estrellitas que califican películas son muy comunes. Hay críticos más que competentes, como Roger Koza, que han tratado de darle la vuelta a ese sistema, proponiendo categorías como: “Sin valor” —calificación que, hecha como individuo, no como gobierno que pretende regular la vida cotidiana, es un etiquetado más que necesario para buena parte de las producciones audiovisuales. En ocasiones, entonces, el crítico puede tener una función pedagógica, pero hay que encontrar la manera.
Puede pensarse en las listas de libros, de películas, de exposiciones… del año, de la década, del siglo, de toda la historia. Con frecuencia, las listas tienen más interés sociológico que artístico. Alguna, habiendo encuestado a críticos alrededor del mundo, arrojaba que su película favorita era de Lynch, mientras que Abbas Kiarostami era relegado en la lista. Esto hablaba más de los encuestados —origen, lengua, sensibilidad, conocimiento, incluso memoria—, que acerca de la trascendencia estética y para la historia del cine de la obra de ambos cineastas. A pesar de reflejar las deficiencias de los encuestados y de la selección de los críticos, la lista era anunciada como Las cien mejores películas del siglo XXI. Pocos son quienes pueden conocer sistemáticamente las creaciones de cualquier periodo, por lo que decir qué sería lo mejor del año puede pecar de vanidad. Pocas listas han tomarse en serio, sin embargo, son útiles para la discusión entre enterados; lo más probable es que sean malas herramientas para el público.
Recomendar obras artísticas tendría que provenir de un diálogo. Cuando en redes sociales alguien famoso pide que le recomienden un libro, cualquiera asume saber qué conviene leer, quieren demostrarlo, las respuestas se multiplican y son disparatadas. Esto es un error. La recomendación como diálogo no puede ser general, tiene que ser individual e informada. Es necesario conocer a quien se le recomienda una película: qué ha visto, qué directores prefiere, incluso qué busca en ese preciso momento. Alguien que lee a Francisco Martín Moreno no espera encontrarse con Farabeuf cuando pide que se le dirija a una novela. Quien vive la confusión de creer que López Velarde fue un gran poeta no supone que se le orientará hacia Ricardo Cázares: este lector acaso carezca, en ese momento, de elementos para disfrutar la obra de quien sí es un poeta significativo. Buscar atajos puede ser contraproducente. Las recomendaciones al aire son suficiencia delirante, mero dictamen.
El poeta Hugo Gola contaba una anécdota que nos acerca al deseo de conocer sobre las obras de arte. Habiéndosele preguntado cómo sabía que un cuadro era bueno, Picasso respondió que lo sabía porque había visto miles de cuadros. Nunca he encontrado registro de este intercambio: lo importante es su significado. Gola cuestionaba el conocimiento académico, en cambio, yo estoy seguro de que puede enriquecer la conversación sobre las artes, en tanto se mantenga abierto a descubrimientos. Investigar a detalle las obras aporta información e interpretaciones, pero surge un problema cuando se analiza esquemáticamente. Ahí entra el espíritu de la anécdota de Picasso: la relación con las artes está hecha de cercanía constante, de enfrentamiento con la multiplicidad de cada arte. Al uso actual, las recomendaciones simplifican lo que es gozosa odisea.
El crítico cabal de las artes se coloca en el riesgo permanente del ridículo, como los artistas. Para cumplirse, el crítico tiene que ser una especie de docto clown místico, porque requiere estar más cerca de la gracia del enamorado, que del pragmatismo del cazatalentos. Hay alternativas, como el camino de los académicos que hacen malabares con las mismas citas de manera perpetua —abordando obviamente temas en boga. Si toma esa ruta, el crítico podrá agradar, incluso recibirá aplausos, pero, habiendo abandonado la curiosidad y la duda, el crítico se convertirá en mero payaso del circo de las recomendaciones.