domingo 07 julio 2024

Crítica y relaciones públicas

por Germán Martínez Martínez

Hace algunos años, en el Institute of Contemporary Arts de Londres, hubo una conversación pública que encontré reveladora. Quizá lo fue más por algunos gestos que por su contenido. Dialogaban dos figuras disímiles. Por un lado, el socialista Robin Blackburn (1940, Surrey), quien había sido director de la revista New Left Review y era catedrático en mi universidad británica, Essex; institución con fama de izquierdista desde su fundación y casa también de su amigo el teórico político Ernesto Laclau (1935, Buenos Aires; 2014, Sevilla), quien era en ese tiempo mi director de tesis doctoral. Por la otra parte, estaba el liberal Niall Ferguson (1964, Glasgow), catedrático que entonces pasaba de la Universidad de Oxford a la de Nueva York y la de Harvard, quien convertía sus libros en series documentales para el Channel 4 de Gran Bretaña —es decir, para un público amplio— y con quien yo tenía y sigo guardando mayor afinidad ideológica. Blackburn arrancó la conversación exponiendo su perspectiva sobre el tema, después Ferguson comenzó su propia intervención enfatizando que lo dicho por Blackburn era enteramente erróneo.

La reacción del izquierdista —hoy, sin mediar cambios significativos, algunos dirían “progresista”— ¿fue decir que Ferguson estaba moralmente derrotado o que su actuar defendía privilegios e intereses? Por supuesto que no, lo que siguió fue un intercambio completamente civilizado, porque señalar errores o deficiencias en la obra de alguien —con claridad y énfasis— no es descalificar a esa persona. Esto podría ser perogrullada, pero en el contexto mexicano hay que repetirlo pues, aunque se diga, no moldea las acciones. Ambos profesores mostraron interés por los argumentos del otro, tomándolos en serio, por más opuestos que fueran a su visión, como resulta evidente de la lectura de sus libros The Making of New World Slavery: From the Baroque to the Modern, 1492-1800 (1997) de Blackburn y de Empire: How Britain Made the Modern World (2003) de Ferguson. Y como consignó Blackburn, por escrito, en su reseña crítica, “Imperial margarine” (2005, New Left Review) sobre dos libros de Ferguson: Empire y Colossus: The Rise and Fall of the American Empire (2005). Es posible continuar la conversación desde las diferencias.

El intelectual socialista Robin Blackburn.

Como digo constantemente, discutir o criticar algo puede ser demostración de respeto y es, sin duda, una atención: entre todo lo que está disponible uno dedica tiempo y capacidades a cierta obra, con la certeza de que expone su perspectiva para debatir con otras visiones (salvo que uno delire creyéndose infalible, que los hay… en abundancia, así tengan sólo la tribuna de su boca y carezcan de herramientas y habilidades intelectuales, por no hablar de sensibilidad… y aun entonces hay que atender los argumentos, no a los personajes que los emiten o sus credenciales). Dialogar sólo con amigos, personas afines o, peor aún, con quienes uno considera aceptables —como hacen ciertos izquierdistas mexicanos desde su importada corrección política— no es debatir, es la repetición de lo mismo: alejarse del pensamiento.

Son temas aparte, tanto qué es permisible en la amistad como qué la nutre: tras su intercambio Ferguson y Blackburn no salieron a departir. Hay que ser realistas: igual que en lo intelectual y lo político, ejercer la crítica de las artes no es un método para hacerse de amigos. Recientemente oí decir a una escritora —poeta y novelista— que en nuestro tiempo no hay crítica literaria. Quienes gustan de juegos lógicos podrán nombrar excepciones, pero ella se refería a un problema tangible, tanto global como local. El lugar común internacional es hablar de la perversidad del algoritmo, mecanismo que termina personificado como ente maligno, que efectivamente filtra lo perceptible y acarrea el peligro de determinar los gustos, desplazando enfoques críticos. Pero quiero enfatizar la disposición contraría a la crítica que prevalece en una sociedad altamente jerarquizada y cerrada como la mexicana.

El libro que contiene El mono que quiso ser escritor satírico.

 

Basta asomarse a las secciones de cultura de periódicos y otros medios de comunicación de México para encontrar dos características comunes. Aunque se trate sólo de notas informativas no escasean los adjetivos, con frecuencia excesivos e invariablemente elogiosos. Por otra parte, los contenidos sobre las artes suelen repetir que las obras serían lo que sus creadores o promotores afirman, sin el menor asomo de cuestionamiento periodístico. Es equivalente a que un reportero aceptara que no hay desabasto de medicinas o que la toma de posesión de Trump fue la más concurrida de la historia, porque lo dice un presidente, mexicano o gringo. La consecuencia de la falta de rigor es que los artistas terminan dando por hecho que no sólo sus agentes sino hasta el público deben aceptar, sin reparos, sus discursos. También resulta injustificable cómo parte de lo cubierto llega a ser noticia: libros autoeditados sin distribución, exposiciones en espacios disfrazados de galerías (como restaurantes), proyectos registrados como realidades… Las explicaciones van desde la incompetencia de los reporteros hasta la llana corrupción: encargados de relaciones públicas que reparten dinero a quienes cubren la fuente cultural para dar a conocer a sus clientes. Pero en muchas ocasiones eso es innecesario y basta un comentario de la persona adecuada, la amistad mal entendida o apellidarse de cierta manera. Es queja común —en las artes y otros medios— que en México la vida depende de relaciones sociales. Hay otros escenarios posibles.

El analista político —y presidente de la organización México Evalúa— Luis Rubio (1955, México) vivió, de manera más personal, un incidente revelador sobre la posibilidad de la convivencia, e incluso amistad, sin merma del rigor intelectual. En su columna semanal del periódico Reforma, el domingo 26 de abril de 2009, Rubio contó que en Estados Unidos le emocionó ser, inesperadamente, estudiante de alguien a quien había leído y admirado desde antes: el marxista británico Ralph Miliband (1924, Bruselas; 1994, Londres), como Blackburn, también amigo de Laclau. Desconozco cuáles eran las posiciones de Rubio en aquel tiempo, pero su crítica política lleva años desarrollándose desde paradigmas liberales. El mexicano se volvió cercano a Miliband y en una ocasión lo invitó a cenar a él y otras personas a su casa. Rubio rememora que Miliband llegó con una botella de vino y su examen calificado. La velada fue memorable, probablemente porque involucró a profesores con distintas posiciones políticas, la calificación —revisada cuando los invitados se habían ido— era adversa. Al inicio de la noche, cuando entregó el examen, Miliband había dicho: “This is business”, acto seguido por el regalo de la botella, diciendo: “This is love”. Rubio también escribió que fue comprendiendo que para Miliband: “había una diferencia absoluta entre lo personal y lo profesional y que no por nuestra cada vez mayor cercanía personal él dejaría de ser un profesor riguroso”. Este es un esquema en que las relaciones sociales no son lo determinante.

 

El intelectual británico Ralph Miliband.

Rubio es de los comentaristas políticos que más aportan a las discusiones serias. No es casualidad que su expresión sea pertinente y contenida: su estilo dista de columnistas que no parecen motivados por la reflexión, sino que llaman la atención a través de confrontaciones insustanciales, con redacción inspirada en la dinámica de las redes sociales y la resonancia de lemas publicitarios. No obstante, la crítica necesariamente implica alguna tensión. Quienes participan en la vida pública —como creadores o burócratas (todo político lo es)— tácitamente aceptan un contrato con la crítica: no es válido pretender escapar de ella, mucho menos quejarse de la crítica o atacarla, pues el uso de recursos públicos conlleva responsabilidades y porque la conversación artística aspira a ser más que campo de adulaciones.

Los ejemplos que he mencionado muestran posibilidades de la cultura anglosajona que, como he sugerido detallando a los involucrados, no depende de un origen étnico. Hay otros modelos y no es la única vía, pero cualquier reemplazo a lo que sucede en México convendría que fuera más funcional que la actual perversión de la crítica (Castañeda ha analizado nuestra aversión a confrontarnos, a lo que yo agregaría: polarizar también es evadir el diálogo, imposibilitar debates siempre necesarios). Más recientemente todavía, atestigüé cómo una crítica de cine recriminaba a un cineasta por no elogiar una cinta y con ello saltaba a cuestionar el gusto de su interlocutor. Mi posición es distinta: si alguien ha desarrollado un criterio estético está impedido de aceptar y validar una obra mediocre, precisamente porque ha descubierto las potencialidades del arte. Si alguien quiere ser crítico tiene la responsabilidad estética e intelectual del rigor generalizado: la crítica de las artes no es pedestal para los propios favoritos —por razones ajenas a lo estético— ni debe ser arma contra otros.

 

El intelectual mexicano Luis Rubio.

Al final, está también el cuento de Monterroso: “El mono que quiso ser escritor satírico”. El primate se dio a la tarea de observar y conocer la naturaleza humana, pero a la hora de ponerse a escribir encontró que cualquier tema que eligiera llevaría a que su texto fuera tomado como ofensa por alguien. Cuenta Monterroso que, a pesar de su cautela, el mono terminó rechazado, por refugiarse en labores que quiso suponer inocuas, pero que en realidad eran mal vistas por los demás. La sátira es una forma de la crítica, el mono no completó la tarea. Criticar no tiene qué ser pelea absoluta —aunque sea indispensable el radicalismo y a pesar de susceptibilidades, egolatrías e intolerancias de los aludidos— pero la crítica no puede ser una forma de relaciones públicas, como sucede en el periodismo cultural mexicano. Para las relaciones públicas hay escenarios suficientes en múltiples farsas sociales a diario representadas e incluso, cabe reconocer, que hay prácticas indispensables para la difusión, sabiendo que en ambos casos son maniobras ajenas a la amistad y el pensamiento. La crítica se lleva bien con la claridad, la civilidad y el rigor sensible e intelectual —así como con el humor y otros rasgos— pero es improbable que la crítica pueda ser ejercicio a modo para los artistas, sus comercializadores, aduladores y adoradores: la crítica es disrupción entre iguales.

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