lunes 08 julio 2024

Crítica y repetición

por Germán Martínez Martínez

Desde adolescente he oído de personas que dicen abandonar la crítica —principalmente cinematográfica— porque no tendrían “algo nuevo qué decir”. Con el paso de los años me recuerdo detectando que gente cercana —incluso un viejo poeta, fundamental en mi formación— decían lo mismo, una y otra vez, sobre diferentes obras literarias. El discurso de ellos, y otros, era intercambiable: bastaba alterar los títulos y los autores, la aprobación o desaprobación y la misma protoidea de la literatura se dejaba ver. Como académico, en Gran Bretaña, comencé a notar las dificultades que tenían profesores establecidos para seguir escribiendo: tras una ola de publicaciones que les permitía ganarse un espacio universitario, sufrían para encontrar temas. Muchos en aquél, y demás países, optaban por la infinita especialización que, al menos para los neófitos, volvía predecible lo que dirían. Detrás de estas situaciones hay un problema real y una solución huidiza.

 

El poeta Ezra Pound sugería una curiosidad adjetivada.

Escribir recurrentemente sobre obras artísticas, en especial si se publica de manera periódica, en efecto, puede llevar a decir lo mismo, aunque las creaciones sean disímiles entre sí. Esto puede deberse, llanamente, a incapacidad intelectual y sensible de los críticos. El origen de la deficiencia puede ser múltiple. Sin ser exhaustivo, en algunos casos tiene que ver incluso con rasgos psicológicos: vanidad exacerbada que lleva al crítico a no dudar de su criterio en momento alguno. También hay razones prácticas: al crítico establecido cambiar de rumbo puede significarle pérdida de lectores, igual que al cansado profesor le resulta inconveniente salir de su nicho, pues no atenerse a su especialidad puede incluso provocar sospechas entre sus colegas. Pero también ocurre, con frecuencia, que hay críticos que carecen del ánimo —o la habilidad— de involucrarse con nuevos enfoques, descartándolos como improcedentes y refugiándose en lo que aprendieron años atrás. Nadie puede conocerlo todo, ni manejarse excelsamente en cualquier perspectiva: la mente total no existe. No hay posibilidad de un crítico sin limitaciones, pero, parte del ejercicio de la crítica puede ser la identificación de los propios límites y trabajar alrededor de ellos.

 

Hay críticos que persisten en su oficio por décadas.

A pesar de lo anterior, hay también una razón contextual para las repeticiones de la crítica: la mayoría de las obras, en varios sentidos, resultan indiferenciables entre sí. Son productos culturales en el peor sentido: realizados a partir de fórmulas de su tiempo, que van desde variados tipos de entretenimiento hasta obras de nicho, que no por minoritarias son especiales, sino que atienden a convenciones de grupos sociales más reducidos. Hay una enorme paradoja en que las prácticas artísticas y la figura del artista sigan asociadas a un aura de excepcionalidad —salvo que se pretenda liderazgo— cuando su deriva actual más común es moralizante, es decir, de adaptación a una idea de la colectividad que sería deseable (por mencionar dos ejemplos: la inclusividad y el ambientalismo). A través de la historia, los artistas han respondido a su tiempo de diversas formas, pero las maneras mecánicas —como lo son los dictados de cómo debería ser la conducta individual, ¡hasta en el habla!— se demuestran particularmente riesgosas. Ahora hay una serie de temas preestablecidos tanto por circunstancias locales como por interpretaciones generales (erróneas o acertadas): desapariciones en México, migración en varios países europeos, anticapitalismo en cualquier parte. Las creaciones tendrían que tratarlos, so pena de estigmatización si los asuntos no son abordados en el sentido esperado: torre de marfil, insensibilidad social, derechismo, para sólo mencionar algunas descalificaciones “benignas”. En la práctica, el resultado habitual de ajustarse al consenso actual es la trivialización de temas adjetivados como apremiantes. Los pretendidos creadores, al seguir esquemas de preocupación prefabricada, no están decididamente involucrados en ellos: en el mejor de los casos tratan de estarlo, en los más lamentables sólo hay oportunismo. Ante tal realidad, el crítico puede tener la tentación de justificar sus reiteraciones apelando a la pobreza de las obras o puede insistir, a riesgo de evidenciarse semejante a sí mismo, en ofrecer una visión diferente del arte.

 

Aunque se presente como rebelde, buena parte del arte es reiterativo.

Es sabido que Ezra Pound recomendaba la curiosidad a los jóvenes poetas, pero se trataba de una curiosidad calificada. Pound hablaba —en entrevista con Donald Hall en 1962— de una curiosidad “continua”, que debía ser perfeccionada.  Decía también, que hacer algo a partir de esa curiosidad “depende de una energía persistente”. Sin embargo, como las formas y los temas de las artes, la curiosidad también puede ser un lugar común. La curiosidad genuina, en efecto, está emparentada con una energía constante, es motivación que no se agota, sino que, más bien, requiere de riendas para traducirse en obras. Para el crítico hay diversas formas de encaminar la curiosidad. Una de ellas puede ser la interdisciplinariedad efectiva, no la que se elogia sin ser practicada. Por la vía de la curiosidad y la preocupación social impostadas se llega a que tanto artistas como estudiosos confundan la repetición de consignas con eficientes acciones políticas. Para conocer e incidir en cuestiones políticas, y sociales, hace falta un esfuerzo de conocimiento y análisis que se niega en el exceso de certidumbre por ciertas causas, aunque haya elogio social. Otras, entre muchas opciones, son: buscar obras fuera de la clase de creaciones que a uno le son familiares —así, cuando uno ya cree haber ubicado lo experimental de un arte, descubre exploraciones alternativas— y una más es relacionarse con diversas ideas y teorías del arte, tomándolas en serio, en lugar de despacharlas con ligereza, por más confrontadas que estén con la concepción propia. Esto no es fácil: requiere reconocer que la propia idea del arte puede ser deficiente. Aceptar que no hay fortaleza sino debilidades no es para todos.

Que la novedad sea necesaria para la crítica no me es evidente, en cambio, es indispensable que sea persistencia en el pensamiento. Controlar la reiteración para evitar el aburrimiento de los lectores —si los hay— aunque relacionado, es algo distinto. Tras comenzar Dispersiones, esta columna semanal de crítica cultural, un escritor a quien aprecio aseguró que nadie, “absolutamente nadie”, podía decir algo nuevo cada semana. Seguramente tiene razón, pero creo que la pregunta, o el objetivo, no es sorprender o deleitar a fecha fija; como supongo aspiran quienes agendan con rigor actividades íntimas. Pensar es un trabajo, en el sentido de esfuerzo y también de disciplina. Las riquezas de la crítica están en que el pensar que la crítica es requiere de sensibilidad, pues sin ella, se repetiría la mera evaluación contra un patrón; error semejante al de personas que buscan parejas que complazcan minuciosamente sus expectativas, en vez de descubrir la particularidad de quienes van conociendo. Repetirse, en un ambiente en que el talento no es la norma —y casi cualquier contexto lo es— resulta comprensible pero no ideal. Tampoco es deseable, considerando las vías que hay en el entrecruzamiento de curiosidad, pensamiento y sensibilidad: lo decible en la crítica, como las combinaciones del lenguaje, son inagotables, aun si uno no lo es.

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