Hoy es 8 de marzo del 2020. El reloj de la estación del metro Rosario marca las 12.20 del día. Mi hija y yo estamos formadas en el vagón de mujeres. En la televisión hay cobertura de las marchas por la conmemoración del Día Internacional de la Mujer alrededor del mundo. Antes de bajar al andén identificamos pequeños grupos de mujeres organizándose. La mayoría viene de negro con vivos morados, hay quienes tienen hasta el cabello de ese color. Sonreímos entre nosotras. Nos reconocemos. Hay alrededor de 200 mujeres esparcidas a lo largo del andén. La mayoría en grupos pequeños sólo de mujeres. Otras acompañadas por sus parejas o sus papás.
Hacemos un transbordo en Tacuba y allí el ambiente empieza a ser más festivo. Vemos mareas de mujeres con pañuelos verdes, camisetas moradas y pancartas que aún no se despliegan. La emoción nos embarga. Sin palabras mi hija y yo intercambiamos una mirada húmeda. Abordamos un vagón ya repleto de mujeres, y en cada estación suben muchas más. En Popotla sube una compañera de mi hija, una jovencita con quien solía jugar futbol. Me alegra el corazón verla con su abuela, su tía y su mamá. En la siguiente estación se llena por completo el vagón y hacemos un esfuerzo porque quepan más. “No somos machas, pero somos muchas”- dice una señora como de mi edad y el vagón entero ríe. “Acomódense porque debemos caber en el Zócalo” -en ese momento no sabemos que se nos impedirá llegar hasta allí.
Soy una periodista de casi cincuenta años. He presenciado más marchas de las que me gustaría, pero ninguna como ésta. Hoy vengo primero como mujer y después como periodista, pues adivino que constituirá un hecho histórico. Mi corazón late un poco más de prisa porque ahora tengo miedo por la jovencita de 19 años que me acompaña. Una niña que como cientos de su edad vive con miedo y que por eso ha decidido sumarse a las protestas. En cuanto nos bajamos en Revolución la emoción sube por mi cuerpo, en la estación no cabe una explicación. El ambiente es de júbilo, de unión. Cada ferrocarril que llega se vacía con el ruido de una lucha que lleva mucho tiempo reprimida. En la escalera esperan las compañeras de mi hija, quienes asisten a la Facultad de Química. Mientras esperamos a las que faltan, yo me pongo a hacer preguntas a mí alrededor. ¿A qué vienen? ¿Por qué vienen? El común denominador es el hartazgo, dejar la indiferencia, la unión hace la fuerza y el ¡ya basta!, me dicen casi todas.
Hay muchas mujeres como yo: vienen acompañadas por sus hijas o sobrinas. Llama mi atención un hombre con una camiseta morada que dice atrás “grito porque mi hija ya no puede”. Camina solo. Hay señoras de la tercera edad que caminan lento e incluso alguna que otra en silla de ruedas. Caminamos hacia el monumento. Me impresiona ver tantos contingentes tan bien organizados. Me duele en el alma uno en especial que sostiene por lo alto una gorra verde, esa gorra, me explican, pertenece a la que falta; a la que hoy no puede alzar la voz, pero que las acompaña en espíritu. Estamos un poco perdidas entre tanta gente. Les aconsejo a las niñas que no se separen mientras buscan a sus compañeras de la universidad pues es peligroso. Nos reunimos por fin con el contingente que representa a la Facultad de Química de la UNAM, a un costado del monumento. Calculo mentalmente que son alrededor de cuatrocientas mujeres las que pertenecen a esta Facultad. Las jovencitas se identifican con un guante rosa, representativo de su profesión, de lo que aspiran llegar a ser. Este contingente esta seguido de la Facultad de Economía, que son un poco menos pero que también están bien organizadas y unidas por un lazo rojo a la derecha. Hay una tensa calma. Aunque no paramos de gritar consignas, el contingente no consigue avanzar. Hemos estado detenidos aquí por más de treinta minutos. A pesar del inconveniente, me parece excelente la forma en que nos organizamos, sobre todo si consideramos que no tenemos comunicación con las mujeres que encabezan la marcha. Lo que sabemos es que el primer contingente corresponde a las madres y familiares de las víctimas. Luego siguen los contingentes con menores de edad, niños y niñas. Después nosotras, que somos solo mujeres y, al final, los contingentes mixtos. Es asombroso lo respetuosos que son los hombres que están ahí. Se mantienen callados y se limitan a empuñar alguno que otro letrero.
Al llegar al cruce con Reforma, me mantengo alerta. A nuestro lado pasa el que se hace llamar el contingente negro. Me impresiona porque solo dicen: “paso al contingente negro” y las demás nos movemos un poco nerviosas, pues algunas llevan un martillo en la mano. Las jóvenes de la Facultad se organizan para ayudar con los escalones a las señoras mayores que acompañan a sus nietas. Me impresiona de nuevo la afluencia de personas. No alcanzo a ver dónde empieza, ni donde termina. Intento enviar videos y mensajes, y me doy cuenta que hace rato la señal está restringida. Lo mismo sucede con todas mis compañeras, incluso las llamadas salen con trabajo.
Al cruzar reforma, frente al Caballito, vemos al contingente negro pintándolo. Están medio desnudas y hay una multitud que les grita. Una cuadra antes de la Alameda veo a un grupo de hombres jóvenes. Nos observan sin moverse. Nos empiezan a poner nerviosas, ya que no entendemos qué hacen ahí. El grito ahora dice “el hombre consciente deja al contingente”. Algunos lo dejan, pero uno en especial me sostiene la mirada. Así que me pongo a la defensiva y cambio de lugar a las jovencitas que me acompañan. Sólo fue un momento, así que me tranquilizo, pero me mantengo alerta y miro hacia todas partes: el peligro ha desaparecido. Caminamos muy despacio y a veces demasiado juntas, lo que provoca alguno que otro codazo o pequeño tropezón. Oigo los golpes a los vidrios. Una parte de la marcha grita que no es necesario, que no hay necesidad de destruir. Otra parte grita “fuimos todas, fuimos todas”. Sin embargo, no cuento más de treinta de estas mujeres encapuchadas, que a pesar de los gritos en contra se mantienen en lo suyo. Son las únicas que muestran agresividad.
A lo largo de la marcha hay otros hombres en los costados dando apoyo sin mezclarse, no son muchos. Algunos de ellos son fotógrafos o reporteros y la mayoría sonríe. El ambiente es de emoción y de solidaridad. “Con falda o pantalón, respétame cabrón” -gritamos ahora, y pasa por mi mente el día que fui al Colegio de Bachilleres con minifalda y la rechifla fue tal que no me permitió asistir a clases. Mi madre, muy enojada por mi forma de vestir, tuvo que ir por mí y llevarme un pantalón para que pudiera salir del baño. El regaño fue espectacular. Me doy cuenta clara que esta marcha implica una forma de exorcizar el miedo. Algunas de las pancartas se refieren a eso: “Nos quitaron tanto que ya ni miedo tenemos”. Otra: “Mi familia me llama puta por mi forma de vestir, pero a mi violador lo llaman abuelo”. Empiezo a sentir paso a paso el empoderamiento que esta marcha causa en cada una de nosotras. Estoy segura que ya no hay marcha atrás. Que las generaciones que siguen están tomando fuerza para denunciar y para entender que no somos culpables de las agresiones que sufrimos. Basta de sentir vergüenza por los abusos de los hombres. Son ellos quienes tendrían que estar avergonzados y no furiosos. “No más secretos de familia que encubran a un abusador” -leo en una manta. “Calladita no te ves más bonita, calladita estás muerta”. Estoy orgullosa de marchar rodeada de tantas mujeres que hoy están unidas.
De pronto los gritos cesan. Intento entender el motivo del silencio y me doy cuenta de que muchas mujeres alzan el puño en señal de silencio. Alrededor mío veo cientos de puños con guantes de látex rosa que contrastan con el cielo azul y se me hace un nudo en la garganta. Debe ser que nace en mí un dejo de esperanza. Un silencio profundo reina por un minuto, y luego un grito viene desde el principio hasta el final de la fila. Un grito que empieza bajito y luego retumba en toda la Alameda como una estruendosa ola. Miro a las jovencitas que me acompañan. Hay varias como yo con lágrimas sobre el rostro, pero la mayoría las contiene y se mantiene firme.
Tras dos horas y media nos paramos de nuevo por varios minutos. No se puede llegar al Zócalo porque lo cerraron con vallas de acero, esa es la noticia. Se puede pasar rodeando, pero el contingente de la UNAM decide parar junto a Bellas Artes, por seguridad. Hay alrededor de ochenta hombres policías resguardando el monumento de Madero. Aun así, el monumento está coloreado de morado y rosa. Todas las fuentes del perímetro tienen el agua teñida de rojo, lo cual es muy impresionante también. Bajo el rayo del sol las mujeres con las que he marchado hablan brevemente de sus compañeras víctimas, gritan “fuera machismo de la UNAM”. La tarde soleada empieza a caer. La noche se acerca. La voz de miles de mujeres de esta marcha se va diluyendo. Esta tarde literalmente el piso se movió bajo el peso de nuestros decididos y firmes pies. Empezamos a irnos cada cual por su camino, no sin antes recomendar cuidado a las que se separan. A pesar del miedo que acabamos de enfrentar estamos conscientes de que esto no termina aquí. El activismo no termina hoy. Hay mucho trabajo por hacer en distintas áreas y cada quien desde su frente. Estoy segura que el recuerdo de este día, mitigará el miedo que nos reste por sentir, hasta que finalmente cambie México para bien de sus ciudadanos. Mañana nos toca el silencio. Un silencio tal que retiemble en la conciencia de todos cuantos vivimos en este país. Karen y yo nos retiramos satisfechas, tomadas de la mano, mientras la Alameda torna a ser lo que ha sido siempre, el albergue de tantas historias, el contenedor de la energía de luchas habidas y por haber, uno de mis lugares favoritos, por cierto.