La V República Francesa, el sistema político híbrido entre el presidencialismo y el parlamentarismo concebido por el general De Gaulle en los años cincuenta, vive uno de sus momentos más álgidos. En Francia reina un ambiente de fin de régimen. La inopinada decisión de Macron de disolver a la Asamblea Nacional y convocar a elecciones anticipadas ha dejado perplejo al país. La prensa francesa reporta la forma como se palpa por doquier una sensación de incredulidad y desconcierto. Los analistas la consideran precipitada e incluso perniciosa. También muchos hablan de inmadurez política e incluso de narcisismo. “El día en que Narciso rompió su espejo”, tituló la revista Le Point su editorial. Los pésimos resultados obtenidos por Renacimiento (el partido de Macron) y el consiguiente triunfo de Reagrupamiento Nacional (RN, extrema derecha) en los comicios europeos activaron la bomba. De esta manera, un presidente brillante, europeísta, pragmático y esperanza del alicaído liberalismo mundial realiza una maniobra desesperada de consecuencias previsiblemente catastróficas.
Las posibilidades de éxito para Macron al jugarse un “todo o nada” tienen muy escazas posibilidades de éxito. El presidente pretendía galvanizar las energías políticas en contra de la ultraderecha y al parecer podría estarlas incitando en contra de él, y en caso de una derrota humillante solo le quedaría el digno camino de la dimisión. Los primeros sondeos exhiben precisamente ese panorama. Incluso si los porcentajes de voto en las pasadas europeas se repitieran en las legislativas, los macronistas correrían el riesgo de casi desaparecer de la Asamblea Nacional francesa o de quedarse como un grupo marginal. Un estudio publicado por Le Figaro señala que para disputar la segunda vuelta electoral (la decisiva en el sistema electoral francés), llegarían los candidatos del Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen y los del Frente Popular (coalición de izquierdas de reciente creación) en en 536 de las 577 circunscripciones que existen a nivel nacional. Por eso hay tantas voces de críticos que reprochan al presidente estar “normalizando” definitivamente al RN al darle la posibilidad de conquistar el poder antes de tiempo.
La disolución de la Asamblea Nacional es un recurso in extremis el cual ya ha sido utilizado en el pasado. En esto, como siempre, cabe evocar la figura de De Gaulle. El general disolvió dos veces la Asamblea, en 1962 y 1968. También Jacques Chirac lo hizo en 1997 En 1962 se hizo para dotar legitimidad incuestionable a la decisión de otorgarle la independencia a Argelia. En 1997 Chirac se llevó una sorpresa y las elecciones las ganaron sus rivales socialistas, por lo que se vio obligado a iniciar un período de cohabitación con Lionel Jospin como primer ministro. Lo mismo podría ocurrirle ahora a Macron, quien no tiene ni la estatura de De Gaulle ni la astucia de Mitterrand. Por cierto, el resultado de la disolución de 1968 tuvo un impreciso. Al iniciar la primavera de ese tumultuoso año, Charles de Gaulle estaba por cumplir diez años de ejercer el poder. Había gobernado casi con la misma autoridad que la de un soberano del Ancièn Regime. A lo largo de esta década, el General enterró a un sistema político e instauró otro diseñado “a su gusto y necesidades”, desmanteló al imperio colonial francés, reformó profundamente al sistema de partidos, desplegó una activa política exterior (que irritaba más a sus aliados que a sus enemigos) y, lo más importante, derrotó a todos sus adversarios. La vieja clase política se revolcaba en la impotencia, los partidarios de la “Argelia francesa” habían sido humillados y los extremistas -tanto los de izquierda como los de derecha- estaban completamente neutralizados.
Todo indicaba que al mítico Hombre del 18 de junio le esperaba un plácido retiro tras la finalización de su segundo mandato presidencial en medio de la gratitud y apreció de la aplastante mayoría de sus compatriotas. Pero con mayo llegaron los estudiantes y las barricadas, y la historia, esa gran embustera, daría uno más de sus veleidosos giros. El 1 de mayo de 1968 estalla una revuelta estudiantil en la Universidad de Nanterre. Muy pronto el movimiento se traslada a la Sorbona. En los subsiguientes días la movilización estudiantil crece incontenible, tanto en París como en algunas ciudades del interior. Durante semanas el país está en vilo hasta que aconsejado por el entonces primer ministro Georges Pompidou, quien para entonces había logrado establecer un acuerdo de los sindicatos para que se deslindaran del movimiento a cambio de reivindicaciones salariales sustantivas, el general se dirige a sus asustados compatriotas para anunciar la disolución de la Asamblea Nacional.
Tras esta iniciativa el movimiento de protesta empieza a declinar aceleradamente. Los comunistas se dan por bien servidos con la disolución del parlamento y los sindicatos con las dádivas del primer ministro. Aislados, los dirigentes estudiantiles quedan irremisiblemente debilitados. Sin el apoyo sindical la situación se normaliza rápidamente. La atemorizada población se siente aliviada por el fin de la crisis y valora la restauración de la paz. En la campaña electoral el gran tema fue el miedo, factor que fue muy bien explotado por el partido gaullista, el cual se presentó ante el electorado como la única alternativa plausible frente a la anarquía. Así, los gaullistas consiguieron una aplastante victoria y alcanzaron una mayoría sin precedentes en la larga y compleja historia parlamentaria francesa: obtuvieron el 60 por ciento de los escaños en la Asamblea Nacional. En la otra cara de la moneda, la izquierda sufrió uno de sus peores resultados electorales del siglo.
Pero, a pesar de su contundencia, esta victoria tuvo un carácter pírrico. A De Gaulle lo habían salvado el terror generalizado de la población y la habilidad de Pompidou, quien fue capaz de neutralizar a los sindicatos. Como escribió Jean Lacouture, el más brillante de los biógrafos de De Gaulle, “Su triunfo final no fue el de Próspero, sino el de Lear. No venció a la tempestad, sino que se dejó arrastrar por la tormenta, por la debilidad de sus adversarios y por el terror generalizado”. El mismo De Gaulle, con la visión de estadista que siempre le acompañó, no reconoce el triunfo en estas elecciones. Poco después de celebrados los comicios, comentó a un colaborador cercano “Esta es la mayoría del miedo, ¿qué podemos hacer con esta gente?” En junio de 1968, lo que De Gaulle consiguió en las urnas (y él lo supo desde un principio) fue una prórroga para su agotada presidencia. Menos de un año después renunció al cargo. Si tal cosz le pasó a De Gaulle en medio de un gran triunfo, ¿qué puede esperar hoy Macron ante una derrota inminente y, quizá, brumadora?