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jueves 26 diciembre 2024

Delfina: la bandida benefactora

por Articulista invitado

Por Jorge Javier Romero Vadillo

La difusa frontera entre lo público y lo privado que ha existido históricamente en México es una de las principales herencias del legado institucional de la Corona española. El espacio público es percibido siempre como un territorio a conquistar y privatizar, no como un ámbito común de convivencia que no es susceptible de apropiación privada.

Se trata de la herencia patrimonial propia de los Estados naturales, como los denominan North, Wallis y Weingast (2009) cuando se refieren a los órdenes sociales tradicionales, donde el acceso a los derechos que provee el Estado es limitado, por lo que sólo ciertos grupos privilegiados pueden conseguir cargos públicos, recursos y contratos gracias a las relaciones personales entre los sectores productores de rentas y quienes tienen la ventaja comparativa en el uso de la violencia que les permite imponer las reglas del juego.

Prácticas como el nepotismo, la corrupción, el influyentismo y el clientelismo están profundamente arraigadas en la cultura política nacional. Octavio Paz, en una de sus agudas observaciones ilustradas, conjetura sobre la concepción moral que subyace a esta forma de entender lo público:

En todas las cortes europeas, durante los siglos XVII y XVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende de Palacio), en un momento de apuro del erario público decidió́ consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú́ y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a ese recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tienen escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del rey ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el primer ministro se llamaba, significativamente, Privado. (Paz,1978).

Si bien los poderosos en México han concebido lo público como una extensión de sus patrimonios personales y familiares, los más desposeídos ven lo público como un espacio de conquista: si es de todos, ellos también quieren su parte. Los poderosos disponen de los recursos a su cargo de manera discrecional, mientras que los desposeídos buscan conseguir algún dominio sobre lo que en teoría es de todos, ya sea poniendo unos cubos para cobrar por el uso de la calle a los automovilistas con el pretexto de cuidarles el coche, la apropiación de una banqueta para poner un puesto de tacos o la construcción de viviendas precarias en terrenos baldíos. Frente a la pobreza, no hay espacio para la convivencia. La necesidad justifica la apropiación del usufructo privado de lo que debería ser común.

Además, la mitología patria está llena de bandidos buenos, personajes que, a lo largo de la historia, han robado y saqueado con el objetivo de repartir sus ganancias entre los desposeídos, que los han convertido en héroes populares y defensores de la justicia social. En los corridos, las tradiciones y la historia oficial posrevolucionaria pululan personajes que han desafiado a las estructuras de poder y de riqueza desigual, y han buscado devolver un poco de dignidad y recursos a aquellos que han sido marginados y desfavorecidos por el sistema. Su resistencia justiciera justifica sus violaciones a la ley y su desprecio absoluto por la propiedad privada, no se diga ya los bienes colectivos. No importa que se trate de asesinos despiadados, como Pancho Villa, si roban a los ricos, siempre abusivos, ya sea para financiar su lucha o repartir entre los suyos, entonces el robo se vale y el personaje entra al panteón de los héroes nacionales.

Esa mezcla cultural es parte del mapa mental compartido por buena parte de la sociedad mexicana y está arraigada en los políticos más allá de las diferencias ideológicas. Unos se apropian de lo público para extender su patrimonio, otros para hacer justicia y acabar con las miserias del pueblo (y, ya de paso, con las propias). El hecho es que en la moral pública nacional el uso particularista de los recursos públicos y de los bienes colectivos está plenamente aceptado. 

No resulta descabellado, así, hablar de un patrimonialismo de derecha y otro de izquierda. Ambos consideran lo público como espacio de captura, ya sea para privatizarlo o para colectivizarlo entre los allegados y los clientes. Ambos extremos echan mano de la exacción ilegal, el chantaje, la venta de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia de la ley. Ambas son expresiones de una concepción del Estado como botín a capturar para distribuirlo entre sus allegados, ya sean sus familiares y socios o los compinches de su banda.

El discurso de López Obrador contra la corrupción se dirige en realidad contra la versión que podríamos llamar de derecha del patrimonialismo: funcionarios públicos que acrecientan su patrimonio y el de su familia extendida apropiándose de parcelas de rentas bajo su control. Se trata de un beneficio privado, por lo tanto, egoísta y moralmente execrable. 

Sin embargo, el propio caudillo juega a identificarse con los bandidos benefactores de la historia oficial revolucionaria. No en balde este ha sido proclamado el año de Pancho Villa, epítome legendario del bandolero justiciero, por más que en la realidad haya sido un psicópata asesino.

López Obrador y sus epígonos no consideran corrupta la disposición arbitraria de los recursos fiscales si esta tiene como objetivo beneficiar al “pueblo bueno” que los apoya. Se trata de una versión institucionalizada del bandido benefactor. Consiste en quitarle a los privilegiados de siempre para repartirlo entre los de abajo, entre los que no tienen. Claro, si en el camino les queda algún beneficio a ellos mismos, pues mejor aún.

El caudillo tampoco considera corrupción la utilización de tajadas presupuestales y moches contractuales para financiar sus empresas políticas, al fin y al cabo estas tienen como objetivo repartir entre el pueblo. Los corruptos de antes se clavaban los moches; los de ahora los dedican a ganar elecciones y, de paso, también se clavan algo.

Si el empleo público es una concesión otorgada por vínculos personales, entonces no resulta extraño que parte del salario se le deba en pago a quien concedió la prebenda. La práctica de pagar una parte del salario al que da el puesto ha sido común en distintos ámbitos del empleo público. Un ejemplo bien conocido es el de los sindicalistas con muy buenas prestaciones gracias a contratos colectivos generosos con empresas públicas que arriendan su plaza a otros menos favorecidos por una fracción del salario y sin los beneficios contractuales, pues estos se los queda el “propietario” del puesto. En la jerga popular del Puerto de Veracruz, por ejemplo, se les llama “cuijes” a los empleados por los estibadores sindicalizados para realizar su trabajo por un salario más bajo. Esta práctica también era común entre los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas, quienes gozaban de excelentes condiciones laborales gracias a su contrato colectivo con Luz y Fuerza del Centro.

Delfina Gómez no es otra cosa que un minion del líder iluminado, una de sus apóstoles, la encargada de conquistar el último reducto del otro patrimonialismo para ponerlo al servicio de la causa justa. No importa que sus actos sean flagrantes delitos, pues el fin justifica los medios para el maquiavelismo justiciero del Gran Timonel. Las prácticas probadas de cobro de porcentajes salariales a los empleados del Ayuntamiento de Texcoco para destinarlos al financiamiento de Morena no son excepcionales: muchos otros funcionarios de ese partido han aplicado la misma estrategia, de acuerdo con testimonios de trabajadores de alcaldías de Ciudad de México o de otros ayuntamientos y gobiernos estatales. Se trata, así, de una estrategia frente a la que la feligresía del obradorismo no tiene reparos. Al fin y al cabo, esta es la banda de los bandidos buenos.

Mientras tanto, en México sigue pendiente la construcción de un espacio público para la convivencia y de un Estado decente y que funcione, donde las consecuencias distributivas de la política estén definidas por políticas públicas basadas en evidencia, dirigidas por políticos que dejen de ver la vida pública como una oportunidad para medrar.

Referencias

Douglass C. North, John Joseph Wallis y Barry R. Weingast (2009), Violence and Social Orders: A Conceptual Framework for Interpreting Recorded Human History, New York, Cambridge University Press.

Octavio Paz (1978). El ogro filantrópico, México, Siglo XXI Editores.

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