La demagogia ha existido siempre en todos los tiempos y lugares. Es tan antigua como las sociedades mismas y de ninguna manera es exclusiva de populismos y regímenes personalistas. La demagogia es ineludible en la democracia, al grado que hay quienes opinan que una no sería posible sin la otra. De esto estaba convencido, por ejemplo, Max Weber, para quien “democracia y demagogia van de la mano”. ¡Y como no va a ser así! Nadie gana elecciones apelando solo a la razón. Imposible depurar por completo a la política de los recursos de los símbolos, la identidad o la irracional ilusión. Los electores votamos, casi siempre, más con las vísceras que con el cerebro. El abuso de la arenga persuasiva y la subordinación de un electorado dispuesto a ser persuadido son las principales herramientas del demagogo. Por eso, en un entorno democrático los demagogos, simplemente, no se pueden evitar. Son productos naturales de una forma de gobierno que depende de las elecciones. Pero las buenas democracias tienen mecanismos para defenderse de la demagogia y de los impulsos de sus ciudadanos: libertad de prensa, elecciones periódicas justas y limpias, división de poderes. En los populismos y regímenes tendencialmente autoritarios todo esto se pervierte y la demagogia se trasfigura en la esencia del régimen.
De origen, en la Grecia clásica “demagogo” no tenía una connotación peyorativa. Era el líder defensor de una causa popular. Pero pronto el término empezó a ser usado para designar a aquellos políticos inescrupulosos que “apelaban a los deseos y prejuicios de la gente común en lugar de utilizar argumentos racionales”. Aristóteles fue el primer gran teórico de la demagogia, utilizándola como un epíteto para calificar el estilo de hacer política del “adulador del pueblo”, cuyo verdadero objetivo es explotar a los ciudadanos para promover exclusivamente sus propios intereses y los de su grupo. Los demagogos han sido un problema para la democracia durante veinticinco siglos, al menos desde que el populista Cleón (el demagogo por antonomasia, según Aristóteles) persuadió a los atenienses a masacrar a los habitantes de la ciudad de Mitilene. Actualmente, con las redes sociales y los medios masivos de comunicación, los incentivos para la demagogia se multiplican y obligan a plantearnos las preguntas sobre la democracia que ya tenían los filósofos desde el Siglo de Pericles.
En estos tiempos vivimos una apoteosis de la demagogia con los Trump, Duterte, Orban, Erdogan, Maduro y toda la pléyade populista sin olvidar, desde luego, a nuestro Peje. La retórica de los demagogos tiene ciertos rasgos comunes: es vulgar, insensata, cursi, polarizante, falaz y agresiva. Distorsiona constantemente a la historia y es promotora del miedo y el odio. Pero cada demagogo tiene su estilo y sabe donde poner el acento. Por ejemplo, la demagogia de Trump es singularmente agresiva y vulgar, y no se quedan atrás en ello Duterte y Bolsonaro. En la del chavismo prevalece la polarización, en la de Erdogan la tergiversación histórica y Orban recurre preferentemente a la promoción del miedo y el odio. La escuela peronista es de una cursilería atroz, chocante y jactanciosa. AMLO, demagogo consumado, recurre en distintos grados a falacias, polarizaciones, cursilería y tergiversaciones históricas, pero la característica, digamos, relevante en el estilo de nuestro presidente es el abuso de los lugares comunes. No hay mañana que el Peje deje pasar sin ensartarle a sus sufridos gobernados algún dicho, refrán o frase hecha y sin demostrar que su visión del mundo y de la historia no es sino un amasijo de clichés y lugares comunes. Baste como un botón de muestra muy reciente la confusa “iniciativa” de desaparecer a la OEA que lanzó en su discurso (“desenfreno oratorio”, le han llamado) pronunciado durante el aniversario del nacimiento de Simón Bolívar.
Planteaba el estagirita una paradoja: “el demagogo dice al pueblo aquello que el pueblo quiere oír; el pueblo quiere oír aquello que dice el demagogo”. La retórica del demagogo entiende que para convencer a las masas es fundamental la construcción de un discurso con materiales extraídos del sentido común. Esto es muy eficaz porque jamás convoca a la duda razonable, se limita a la reafirmación segura de lo conocido, a insistir en lo que el pueblo ya sabe… o cree saber. Por eso en el núcleo de la narrativa demagógica habita la fuerza de los estereotipos y los lugares comunes, gracias a los cuales el pueblo asume verdades aparentemente irrefutables, renunciando a cualquier tipo de criticidad. La demagogia emplea profusamente a los lugares comunes porque expresas ideas que se entienden como realidades incuestionables. No se duda de ellas porque, en apariencia, son auténticas y aceptables por todos, ni siquiera se analizan y pasan a reforzar representaciones muchas veces insidiosas que circulan en la sociedad. Los clichés, las “frases hechas” a las cuales todos recurrimos en nuestras conversaciones coloquiales son expresiones construidas sobre un conocimiento alegórico, inteligibles aunque aparentemente a veces no tengan sentido, pero expresan una idea y un saber popular de transmisión generacional. Claro, no se trata de despreciar olímpicamente el ingenio y sabiduría que muchas veces los dichos y refranes tienen, pero no pueden sustituir al sistema de representaciones racionales con la cual a todo ser humano conviene pensar y actuar. AMLO es un demagogo de lugares comunes que rehúye a una comprensión más integral y crítica de las complejidades del mundo y no solo porque lo sabe eficaz recurso en la plaza pública, sino porque su formación intelectual es, de por sí, bastante limitada.
Si como ciudadanos quisiéramos (dejadme soñar) abatir a la demagogia se necesitaría, primero, vencer a la pereza intelectual y desconfiar de quienes prometen mejorar un país a base de voluntarismo, sin exigir a los ciudadanos algo de racionalidad, esfuerzo y responsabilidad personal. Ya lo dijo Casio en el Julio César de Shakespeare: “La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos. . . .”