sábado 23 noviembre 2024

El alimento Wiseman

por Germán Martínez Martínez

En el inicio, simplemente una estación de tren, un tianguis en la Europa de habla francesa. Puede saberse o no que se trata de la comuna de Roanne en Francia (el documental se demora en declararlo implícitamente). Alguna gente con cubrebocas ahí, en la más reciente obra —filmada en 2022— de Frederick Wiseman, El menú de los placeres: la familia Troisgros (2023). El filme fue uno de los proyectados en la Ciudad de México por Ambulante, el festival anual de documentales que se describe como “gira” —que tuvo la retrospectiva del autor en 2018— y que en esta ocasión recorre, además, durante mayo, Veracruz (2-12), Michoacán (8-19) y Querétaro (15-26). En una escena que encuadra una familia, el personaje principal recuerda que su abuelo afirmaba: “La cocina no es el cine”. Ese abuelo y quien lo recuerda, por supuesto, se equivocaban.

Para una mirada como la de Wiseman (1935, Boston) —que parece ineludiblemente cinemática— cualquier materia es transformable en cine: sólo los extraviados requieren actualidad, grandilocuencia temática o personajes interesantes que parecen producidos en serie; al cineasta le basta observar. Ni siquiera le es indispensable innovar, pero sí tener una relación especial con la forma: en las tomas cercanas de productos agrícolas y los cortes que ubican las acciones no hay experimentación, sino orden. Así, El menú de los placeres es un documental que se mueve entre la observación y la explicación. No obstante, las aclaraciones son secundarias a la sustancia, que no es la preparación de alimentos, aunque eso se ilustre. Los Troisgros son una familia que se ha dedicado por varias generaciones al negocio de la comida y que en estos años cuentan con varios restaurantes, incluyendo el que ha alcanzado tres estrellas Michelin, el máximo reconocimiento culinario en esa escala.

Los miembros de la familia Troisgros se han dedicado por varias generaciones a la gastronomía.

Parte del trabajo registrado de los Troisgros —quizá debido a decisiones de filmación— fue el visitar proveedores. Esto pasa por escenas como el lavado de quesos que es parte de su proceso de maduración. De esta forma los espectadores pueden encontrarse con —por un instante y tras oír sobre bacterias— un hombre cubierto de enormes verrugas. En estas visitas, que en algunos casos quizá capturan recorridos ideados para turistas reside una debilidad de El menú de los placeres. Los documentales de este director no son una apuesta informativa ni explicativa y, sin embargo, están repletos de conocimiento. Es indispensable hacer notar que en su práctica Wiseman no se adhiere al comodín de que sus películas dejarían al público tomar su propia posición —como si los espectadores estuvieran expuestos simultáneamente a interpretaciones alternativas— sino que su énfasis está en descubrimientos sencillos. En cuanto a los Troisgros no se trata de entrevistas con los proveedores, pero sus alocuciones resultan torpemente explicativas.

El documental muestra la actividad en los restaurantes de los Troisgros y con sus proveedores.

En el restaurante del reconocimiento Michelin la arquitectura coloca a los comensales en una estructura moderna que crea la sensación de estar en el campo, pero con el conveniente resguardo de cristales y techo. El director documenta cómo más de una persona toma fotografías de su comida. Como otras cintas de Wiseman ésta es altamente verbal porque nada está excluido de la creación: lo importante es moldear los elementos con lógica cinemática. Las palabras incluyen las alergias y la intolerancia a la lactosa. El personaje principal se ocupa en considerar la luz que tendrá el comensal al ingerir un postre o la temperatura del lugar en que se come un queso. Wiseman filma cómo se preparan unas costillas, el planchado de un mantel en la mesa o la preparación de cerebros hervidos. Pero en El menú de los placeres no hay ritmo frenético ni manipulación sensorial, sino estrictamente observación de lo que sucede, sea lo anterior o una mesera que limpia salpicaduras imperceptibles en un plato antes de llevarlo a los clientes. Al chef le preocupa que su comida sea buena, dice él, tanto para el paladar como la vista. Por su parte, Wiseman no necesita preciosismo: el interés de su documental es la existencia de las cosas, incluyendo los hongos de los quesos.

Más que la preparación de alimentos el documental observa la actividad en los restaurantes.

¿Hay política en la elección de ingredientes culinarios y las relaciones familiares? La respuesta convencional e irreflexiva es que sí. El mismo Wiseman afirma que El menú de los placeres es parte de sus documentales sobre instituciones. En este caso, pueden surgir lugares comunes sobre el consumo de productos locales y de las relaciones de poder entre personas cercanas (esto último no es discernible en las cuatro horas del documental, aunque los créditos finales refieran que un miembro de la familia se independizó). El hecho es que —aunque los cocineros recolecten algunos ingredientes en el campo y un ganadero orgánico se envanezca de serlo— los criterios de los protagonistas no son revelados. Tampoco se vuelve evidente que haya más que solidaridad superficial en usar colores asociados a Ucrania en la comida y destinar parte de los ingresos a la Cruz Roja, por buenas que sean las intenciones. Los proveedores, por supuesto, llevan sus productos en camionetas, pues el de los Troisgros no es un negocio pequeño. En realidad, al documentar la dinámica de los restaurantes, Wiseman revela, una vez más, el valor de la atención.

Sin que se vuelva punto central, Wiseman registra la recolección de algunos ingredientes.

Cocinar es una manualidad, no acto mágico denominado “sazón”. De manera semejante, Wiseman revela que el documental —y cualquier tipo de cine— implica trabajo paciente, como el de quienes arreglan mesas de un restaurante atractivo y de elevados costos (con posibilidad de botellas de vino de entre 10,000 y 20,000 euros, es decir entre 183,000 y 366,000 pesos; así como menús por alrededor de 500 euros, es decir 9,135 pesos por persona). Pero la minuciosidad no basta: en ocasiones la atención puede ser fingimiento, como quizá queda revelado en una pareja que pareciera forzar fascinación ante una explicación sobre la cocina —que permanece invisible al público en ese momento— o en la impostada gesticulación culinaria de un angloparlante. Algunos comensales podrían estar abrumados, como a quienes se les muestra una compleja variedad de quesos. ¿Las inexistentes ropas del emperador están por doquier? Al final comer es mera necesidad de energía. El cine de Wiseman —alimento de la sensibilidad y el intelecto— apela a lo que no atino sino a llamar espiritual: revela que el cine —y las artes— son inmersiones en experiencias que a veces se parecen a las nuestras, que no necesariamente lo son, pero resultan apropiables aún en su artificialidad e inmensa distancia con lo vivido. Al menos eso creemos y, quizá, vale la pena hacerlo. Probablemente el cine no nos reconcilia con nada, pero de alguna manera —que todavía no alcanzo a comprender— tranquiliza y llena de vida nuestro cerebro.

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