En México, los cuadros de José María Velasco (1840-1912) son imágenes inescapables para cualquiera ligeramente enterado. Es comprensible: la mirada del pintor, la composición de las obras y la efectividad del trazo del artista generaron pinturas que pueden evocar o crear la sensación experimentada en los lugares plasmados, generalmente vastos paisajes. Los cuadros del artista, además, se han convertido en insigne parte de la cultura oficial mexicana. Un reciente director de la institución que aloja su obra dijo que los cuadros de Velasco eran “el corazón del Museo Nacional de Arte [Munal]”. Su exposición permanente se llama Territorio ideal. José María Velasco, perspectivas de una época. La oficialidad determina tanto su interpretación como su difusión: la pintura de Velasco es ineludible no tanto por sí misma como por lo que la burocracia cultural y política ha decidido que signifique; maldición y buena ventura.
En Dispersiones —esta columna semanal de crítica cultural— me he referido reiteradamente al nacionalismo cultural como un problema. En 1990, cuando Vargas Llosa dijo que en México se vivía la “dictadura perfecta”, habló también de que una consecuencia elogiable de la Revolución mexicana había sido la reconciliación de los mexicanos con su pasado precolombino —lo que, mencionó, no ha ocurrido en otros países latinoamericanos— pero dijo que, simultáneamente, los gobiernos posrevolucionarios habían propiciado “falsificaciones de tipo cultural como, por ejemplo, la justificación de falsos artistas, de falsos géneros artísticos en nombre de ese nacionalismo”. Entiendo la afirmación de Vargas Llosa como referencia al muralismo impulsado por Vasconcelos y celebrado sin recato por los gobiernos del PRI. Así, de manera distorsionada, la historia del arte en México resultaría una hazaña de afirmación nacional que tendría en Velasco un paso decimonónico y su consolidación con los muralistas en el siglo XX. Pero es posible acercarse a las obras sin el delirio de los gobernantes que suponen que una sociedad se construye con las ocurrencias que ellos pretenden hacer pasar por grandes gestas. José Vasconcelos es una de las vacas sagradas más prominentes de la cultura oficial mexicana: es necesario desacralizarlo porque parte de su labor fue ideológica, en el peor sentido, y la lógica de políticas que él inauguró sigue vigente en el actuar de la burocracia cultural, sea cual sea su signo político (como la farsa actual del FCE que tampoco está creando un pueblo lector): propaganda nacionalista; como en la aproximación a Velasco.
Aunque el detalle parece escapar de las reproducciones digitales y fotográficas, el célebre autorretrato de Velasco muestra un criollo de ojos azules. Esto dista de ser extraño: la contrahechura que es México, al menos en su versión más legitimada por unos y otros, ha sido creada en buena medida desde la perspectiva criolla aun antes de la independencia de la Nueva España y hasta nuestra época de influenciadores digitales. Velasco nació en Temascalcingo, actual Estado de México, pero desde los 9 años vivió en la Ciudad de México. Estudió pintura en la Academia de San Carlos —hoy parte de la universidad nacional— y ahí uno de sus profesores fue el italiano Eugenio Landesio (1810-1879), quién daba clases de paisaje y redactó libros de texto. A través de Landesio, Velasco se nutrió del nacionalismo romántico. El Valle de México desde el cerro del Tenayo (1870), de Landesio, es una idealización de tal geografía y está en la sala con los paisajes de su discípulo. Con su pintura Patio del ex convento de San Agustín (1861) —que oficiosamente, en nuestro presente, se dice documenta el proceso de “secularización de los bienes” al mostrar el edificio ocupado, imaginariamente, por todo tipo de personajes no religiosos, tras la incautación de propiedades a la iglesia católica— Velasco ganó un concurso que le valió una pensión, que ahora llamaríamos beca. Velasco se convirtió también en profesor en la Academia. Así, la carrera de Velasco se desarrolló en la oficialidad del arte.
A pesar de lo anterior, no han faltado disonancias alrededor de la obra de Velasco. Octavio Paz en 1942 —con alrededor de 28 años— escribió sobre Velasco: “este pintor ignora la existencia de otro mundo que no sea éste”. Paz buscaba desmentir la caracterización que se hacía de Velasco como pintor cristiano. Para Paz, Velasco “sólo es una mitad del genio” y cuestionaba si en la precisión de sus representaciones —que consideraba frías— había significado alguno. Sin embargo, globalmente Paz afirmaba que tomando en cuenta otras expresiones de la pintura mexicana —que probablemente valoraba caían en la sensiblería— la pintura de Velasco habría sido una advertencia sobre “los peligros de la pura sensualidad y de la sola imaginación”. Esta era una voz desde la independencia intelectual, no lo predominante en la consagración de Velasco como pintor nacional.
Los museos gubernamentales son vehículos ideales para la difusión del pernicioso nacionalismo cultural. En la práctica, para la mayoría de los profesores que llevan o mandan estudiantes a tales museos, las visitas son meramente un recurso sin controversia y con prestigio para salir al paso, sin que consideren que lejos de promover la apreciación artística es más factible que estén indoctrinando a sus alumnos. Desde el gobierno pasado se han buscado nuevas maneras de presentar la colección permanente del Munal, la selección y presentación de los trabajos de Velasco es obra de Víctor Rodríguez Rangel. La audioguía vigente, al referirse a Velasco, hace alusión a la “identidad nacional” e incluso a la “soberanía”. Un tríptico preparado por personal del museo, que —como la audioguía— tiene un tono didáctico, sugiere una relación entre arte y ciencia en el tiempo de Velasco y asegura que sus “paisajes buscan simbolizar la identidad nacional, al mismo tiempo que representar una investigación de la naturaleza”. La audioguía sugiere actividades como comparar bosquejos con pinturas terminadas y asegura que las pinturas atestiguarían las “transformaciones de la época”, lo que puede confundir pues inculca que los cuadros serían preponderantemente documentos históricos, pasando por alto su potencial propagandístico. Claro que Velasco, por ejemplo, documentó cuerpos de agua del Valle de México que en el siglo XXI extrañan por su ausencia, pero la gracia de sus creaciones podría estar en otra parte.
La página de internet del Munal promete 103 obras en la exposición Territorio ideal —de entre los 1830 a los 1920, de Velasco y otros artistas, nacionales y extranjeros— pero es común que lo disponible para visita sea más reducido. El museo siempre tiene múltiples salas cerradas —que varían cada día— por la austeridad impuesta sin planeación por el presidente nacional en funciones (no hay por qué adjetivar propagandísticamente al corte arbitrario de recursos). Cuando recientemente quise ver de nuevo obras de Velasco tuve acceso sólo a la sección “Serena amplitud espacial. La consagración paisajista”, una sala con 26 obras; que incluyen una de su maestro y dos de Luis Coto (que ciertamente permiten contrastar diferentes estilos, trazos y coloridos). Hablar de “tecnología inmersiva” en el espacio es absurdo, pues ni siquiera es posible usar internet (no funciona); mucho menos es posible descargar la aplicación Heritage —de “realidad extendida (XR)”, que sería realidad aumentada, virtual y mixta—, de la empresa Aura XR, que, innecesariamente, complementaría la exposición. Muchas intenciones que no se cumplen, a pesar de la amabilidad y diligencia de los trabajadores del Munal.
Los paisajes de José María Velasco se demuestran como obras perdurables a pesar de las distorsiones de la burocracia cultural mexicana y de los nacionalistas que, irreflexivamente, se adhieren a las lecturas oficiales de sus cuadros. Es probable que Paz haya errado y Velasco no fuera la mitad de un genio, sino menos. Pero a diferencia de lo que el poeta escribió, sí había inventiva en el pintor: la imaginación aturdida de quien no es lejano a la mentalidad nacionalista, la visión limitada de quien no pretendía capturar la vida cotidiana, sino reiterar —sin pretensión revolucionaria alguna— que los campesinos estarían agachados y, casi invariablemente, cargarían algo en sus espaldas. Al lado de eso, Velasco supo observar y le interesó plasmar las luces diversas, y sus sombras acompañantes, producto de las gigantescas nubes del Valle de México. Acaso, el pintor creía que la naturaleza era lo que más le interesaba y eso lo condujo a los clichés de la majestuosidad de los árboles y la orografía; pero esa intención también lo ancló en la realidad de sequedad, de hierbas amarillentas, de naturaleza quemada por el sol mexicano. Hoy —que se habla de antropoceno— podríamos trascender la interpretación nacionalista de los paisajes de Velasco y abrirnos a descubrir que casi no hay paisaje suyo que no muestre rasgos de intervención humana, son pequeños vestigios de nuestra presencia, mexicana o no.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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