La reciente confesión de López Obrador respecto a su influencia en decisiones del Poder Judicial durante la presidencia de Arturo Zaldívar en la Suprema Corte ha lastimado profundamente uno de los pilares más sagrados de cualquier democracia: la independencia judicial.
El presidente reconoció que ‘se hablaba con él’ (Zaldívar) para solicitarle que los jueces tomaran decisiones favorables a sus intereses. ‘Y él pedía, hablaba con el juez y le decía: cuidado con esto. Si viene mal la averiguación…, él ayudaba’.
La Constitución, en su artículo 17, garantiza explícitamente la independencia de jueces y magistrados. Este mandato es reforzado por los ‘Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura’ de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que enfatizan la necesidad de que los juzgadores actúen con imparcialidad y libres de influencias externas. Sin embargo, las palabras del presidente sugieren, una vez más, que para él la ley es más un estorbo que una realidad.
Al admitir que Zaldívar, siendo presidente de la Suprema Corte y del Consejo de la Judicatura, intervenía en procesos judiciales para beneficio de sus intereses, López Obrador no solo exhibe, una vez más, la abyección y la sumisión de Zaldívar, sino también su torcida percepción sobre la manipulación aceptable de la justicia. Esta revelación es escandalosa, ya que también implica la comisión de delitos y faltas administrativas.
Arturo Zaldívar ya respondió. Cobardemente, afirma que ‘entendieron mal, Presidente’, es decir, que López Obrador no dijo lo que dijo y lo que todos escuchamos. Como era de esperarse, negó que interviniera en decisiones de los jueces por instrucciones presidenciales. Lo que había, según él, era solo ‘una coordinación’, pero que ‘las quejas’ del presidente se atendieron por la vía institucional, para ver si eran procedentes o no.
La hipocresía de Zaldívar no conoce límites. A principios de este sexenio, acusó que el expresidente Felipe Calderón, durante su mandato, ‘amenazó y ejerció presión sobre el máximo órgano de justicia del país’.
Convenientemente, Zaldívar esperó 12 años para lanzar esta denuncia, no dijo nada en su momento. Ahora, después de escuchar la confesión de López Obrador, entendemos la razón: el exministro tiene una obsesión por quedar bien con el presidente en turno, con el poderoso.
No olvidemos también que, en un gesto de abierto desprecio por el orden constitucional, López Obrador intentó extender la permanencia de su amigo Arturo Zaldívar como presidente de la Suprema Corte por dos años más. El ministro no dijo nada y ‘se dejó querer’. Sin embargo, esta iniciativa finalmente fue retirada debido a la presión pública y a las críticas suscitadas.
Además, todos atestiguamos la súbita transformación de Zaldívar de ministro a figura política, evidenciada en su actuación en casos como la Ley de la Industria Eléctrica, la militarización o la consulta para enjuiciar expresidentes; y en su muy oportuna y conveniente (para López Obrador) renuncia para incorporarse como ‘brigadista mediático’ a la campaña de Morena y de Sheinbaum.
Este vergonzoso escenario es un recordatorio de que la justicia en México, y en cualquier parte del mundo, no debe ser manipulada para beneficio de unos pocos. La independencia judicial no es solo un principio legal, sino un requisito fundamental para el mantenimiento de un Estado de derecho saludable y justo. La justicia debe ser ciega a los colores partidistas y sorda a las influencias del presidente.
La preocupación se extiende más allá de los actos individuales de Zaldívar o las cínicas declaraciones del presidente. Reside en la percepción pública de la justicia y en la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones.
Este nuevo circo de Arturo Zaldívar no solo desnuda las intenciones López Obrador por eliminar cualquier contrapeso, sino que también nos deja claro que estos personajes nos remontan a la práctica de los ministros del siglo pasado que buscaban cargos en el Ejecutivo, cuando la línea divisoria entre un juzgador y un político era casi invisible.
Arturo Zaldívar es una vergüenza para el Poder Judicial y, al mismo tiempo, un orgullo para el obradorismo. Nada más que agregar.